Durante los días de tráfico hacia el Año Nuevo ha seguido resonando el eco de las palabras de la exalcaldesa de Pamplona, Cristina Ibarrola, de UPN, berreando que antes que continuar en el cargo con los votos de EH Bildu, más quería fregar escaleras, dando a entender que no podía imaginar un destino más humillante. Luego quiso arreglarlo con un tuit con excusas de mal pagador, pero ya era tarde. El caso de Ibarrola es el de uno de tantos políticos de tercera fila que habría pasado perfectamente inadvertida, protegida por su mediocridad, de no haber sido por su derrapado verbal. Ahora puede tener por seguro que, aunque sea de vez en cuando, será recordada: pero lo será sólo por su clasismo intemperante y viscoso.
De hecho, Ibarrola logró algo no tan fácil, y fue convertirse en el centro de atención en medio de una bronca política monumental. Una bronca, también, falsa y vacía, como todas las acostumbradas a organizar la derecha española (UPN no deja de ser la marca blanca del PP en Navarra) a propósito de las rutinas democráticas que, sencillamente, no le gustan. Cada vez que pierde un gobierno, esta derecha monta una estrepitosa farsa en la que presenta una serie de hechos alternativos —mentiras— para dar a entender que se le ha usurpado el poder de forma ilegítima, ilegal, fraudulenta, o incluso todo indecente o inmoral, adjetivos que últimamente utiliza con frecuencia. La idea es simular que Pedro Sánchez y el PSOE pactan con terroristas y delincuentes. El PSOE se encuentra, en esta cuestión, recibiendo los efectos de su propia mala actuación, cuando durante años y cerraduras ha colaborado -activamente o por omisión- en criminalizar a los independentistas vascos y catalanes. Ahora que los necesita para gobernar, debe realizar un extra de equilibrismos, y de pedagogía, para poder mantener unas relaciones que deben ser normales. Y al mismo tiempo, ve cómo el PP logra hacer una cortina de humo sobre su entendimiento con Vox: los únicos interlocutores y aliados que le quedan, debido a su desastrosa estrategia de radicalización ultranacionalista. Y los únicos socios que son, estos sí, democráticamente indeseables.
Ibarrola se impuso a todo este revuelo con un flatus voci equivalente a aquél ¡Que se jodan! proferido por Andrea Fabra durante la votación de la reforma laboral de Rajoy, que significaba consagrar por ley la precarización y los abusos contra los trabajadores (muchos de ellos, no nos hagamos ilusiones, votan precisamente PP y Vox). No son expresiones sólo de clasismo, en el sentido de pensar que uno es superior por ser rico: son expresiones, también, de odio de clase. Tanto como odian a las feministas, los catalanes, los migrantes o el colectivo LGTBIQA, odian también a los trabajadores. Y sobre todo, que los hijos de los trabajadores tengan acceso al ascensor social. Esto es algo que saca de quicio a la gente como Ibarrola. Y si queremos tener la oportunidad de mejorar —también de mejorar nacionalmente—, es imprescindible que les quitemos mucho quicio por el lado de los derechos de los trabajadores.