Boris johnson el junio de 2020
25/05/2022
3 min

Que en Downing Street y en las oficinas del primer ministro, en plena pandemia, se hicieron fiestas prohibidas y con alcohol ya hace tiempo que se sabe y no hay ninguna duda. Que Boris Johnson estaba al caso y que participó en algunas, también hace tiempo que ha quedado claro. Ahora lo que queda por dilucidar es si el premier mintió o no. Y aquí, de momento, sale adelante. El informe de la alta funcionaria Sue Gray sobre el escándalo del Partygate, publicado este miércoles en Londres, no se moja del todo en este sentido, a pesar de que da pistas. No parece que sea un documento fatal para el líder tory, entre otras razones, porque la celebración que podría ser más perjudicial para él, la que tuvo lugar en su piso particular, en las plantas superiores del número 11 de Downing Street, Sue Gray no la ha investigado. En cambio, en su texto sí que se hace referencia a la fiesta de despedida de su director de comunicaciones, Lee Cain, el 13 de noviembre del 2020: se dice que Johnson asistió, que le dedicó un discurso de despedida y que se consumió alcohol. Al respeto, el primer ministro aseguró en su momento a la Cámara de los comunes que en todo momento se habían seguido las reglas y que no había habido ninguna celebración. ¿En qué quedamos, entonces? En todo caso, de momento, en el informe no se llega a decir explícitamente que el premier mintiera a la Cámara de los comunes.

Es más que posible, pues, que a pesar del ruido, Johnson supere el Partygate. Su frivolidad camaleónica –hace tiempo que ha adoptado un aire de constricción y mea culpa– le está sirviendo para capear el temporal. Y precisamente esto, que esté saliendo adelante, demuestra que la sociedad y la opinión pública inglesas han bajado sus estándares sobre la ética política. La democracia más veterana del mundo ya no es tan ejemplar. En otros momentos, cualquier mentira o media verdad, sobre todo en cuestiones de moralidad (y las fiestas ilegales alcoholizadas entrarían en este terreno), acababa con una carrera política. Ayudaba en ello, es cierto, un cierto puritanismo religioso hoy caducado. Actualmente, en tiempo de fake news, de populismos y de desafección ciudadana hacia la política, la capacidad de manipulación y supervivencia de los gobernantes ha ganado mucho margen. No es tanto que Johnson conserve su credibilidad y honorabilidad como que a la gente ya no le importa mucho. El premier lo sabe y juega con esta triste ventaja. Y como él, tantos otros gobernantes por todas partes.

Aun así, desde el momento que un primer ministro, en medio de una gran crisis sanitaria, cree que puede saltarse las restricciones que afectan a toda la población, algo en lo hondo tambalea. Los engaños y trampas de Johnson muestran, desde arriba de todo de la pirámide de poder, la degradación de la arquitectura democrática e institucional británica. No estamos, como pasa en España, ante casos de corrupción, nepotismo, politización de la justicia y penetración del discurso de la ultraderecha. Pero es que la crisis de la democracia no es una cosa abstracta: toma en cada país un estilo propio y concreto. Y en el caso inglés, esta deriva se encarna en la figura de un Johnson que se cree impune para saltarse la ley cuando le apetece.

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