Ser gay / Ser bárbaro

3 min

Ser gay

X, que nació un poco antes o un poco después de la guerra, llegó a la vejez sin decirle a nadie que era gay. No se lo permitió ni él mismo. Para no perder estatus, por vergüenza del qué dirán, para vivir sin estigmas o para esquivar las miradas escrutadoras, dejó pasar una vida. Cuando se dio cuenta que no tenía otra, cogió un papel y escribió dos palabras: “Es tarde”. Y, un profesional liberal a quien Hacienda se le lleva el 48% de lo que gana, vivió siempre con otro hombre. A los ojos de su familia, sin embargo, nunca fue su pareja. Era un compañero de piso. Nunca se les vio cogiéndose la mano. No consta en ninguna parte que ni una sola vez se permitieran darse, por más ganas que tuvieran, un beso en la calle. No fuera que les viera alguien. El contexto les hizo elegir entre la libertad y la reputación. Y ganó el renombre. Z, durante años y años, se obligó a enamorarse de una chica porque prefería la hipocresía a pasar por el sufrimiento de comunicar su elección íntima a sus padres, a sus amigos y al laboratorio. Cuando dio el paso, se fue a vivir al extranjero con la excusa del trabajo. Huir no solo era un verbo. Era la manera de alejarse del epicentro y del rumor de las olas concéntricas de su decisión valiente. A y B –el abecedario de los casos concretos de mi entorno daría unas cuántas vueltas– viven en el extranjero, fuera de Europa. Duermen en la misma cama pero cada mañana tienen que pensar en ir a la habitación de al lado y deshacer las sábanas para engañar a la mujer que limpia. Saben que el día que se olviden de este ritual, ella los delatará a la policía de un país donde la homosexualidad todavía es un delito penal que se paga con tres años de prisión. 

Solo tenemos una vida. Y es para hacer lo que queramos. Con libertad. Sin temor a los bárbaros ni a nuestros sentimientos. Ahora y aquí, ya nadie tendría que juzgar a quién queremos o qué queremos hacer con nuestro cuerpo. Demasiadas generaciones han sufrido durante demasiados siglos para volver atrás. 

Ser bárbaro

Solo tenemos una vida y hay quien, incomprensiblemente, la destinan a odiar. Y según el momento de la historia o la neurona atrofiada, persiguen a negros, judíos, inmigrantes o gays, que ellos llaman “maricas” para que el pecado suene más grave y el delito más justificado. Empieza con una mofa en el aula, continúa con el bullying en el patio y acaba con una paliza en la calle. En nombre de una masculinidad mal entendida, arranca el juego perverso de la superioridad moral y desemboca en el asesinato de Samuel en Galicia. Lo matan a golpes y patadas, cuatro contra uno. En Sant Cugat, en una madrugada de fiesta mayor, dos menores atacan a un chico de 20 años hasta dejarlo inconsciente. En Valencia, son diez contra dos en la agresión homófoba de la semana. El grito de consigna siempre es el mismo. “Maricón”. Como insulto, como diana, como especie degenerada a señalar, escarmentar y extinguir. Hasta ahora, podíamos estar orgullosos del camino. España fue el cuarto país del mundo en permitir el matrimonio homosexual (la ley entró en vigor el 30 de junio del 2005) y estábamos en la vanguardia de la defensa de los derechos LGTBI para vivir como cada cual quiera. Felices y en paz, como corresponde. En paz y con normalidad, como no puede ser de otro modo. Esta semana la eurodiputada Diana Riba ha aprovechado el atril de Bruselas para pedir medidas urgentes para combatir esta escalada de violencia homófoba que va mucho más allá que las retrógradas leyes húngaras. Este jueves el Parlament ha declarado Catalunya zona de libertad para las personas LGTBIQ por consenso de todos los grupos... excepto Vox. Los bárbaros que campan por donde les place han nacido en democracia, pero añoran el antiguo régimen. La Constitución es la biblia, pero la Biblia –que no han leído– la han interpretado al revés. En la carencia evidente de educación, tienen un problema con los colores. Les enciende un lazo amarillo, una piel oscura o el arcoíris. Y en el beso de dos mujeres en el tren son incapaces de ver lo único que hay: ternura.

stats