1. Asimilación. “La asimilación es una manera de integrar que reclama el control cerebral de los reflejos más arcaicos”. Así explica Éric Zemmour en su último libro, Francia no ha dicho su última palabra, su vía para resolver la trágica situación de su país: “La existencia del pueblo francés está en peligro”. “No podemos soportar dos civilizaciones en territorio francés”. Y se presenta a sí mismo como éxito de la terapia para expurgar orígenes: “Yo soy un judío de Argelia crecido en un barrio periférico de París a quien la herencia familiar y las lecturas han transformado en francés de la tierra y de los muertos”. Es de hecho una reformulación del gran reemplazo que predicaba su colega Rénaud Camus. La asimilación (hasta forzar a los que vienen de otros lugares a renegar de su pasado, es decir, a deshumanizarse) y, como lógica consecuencia, un estado fuerte sometido al poder ejecutivo. “Tenemos contrapoderes que se han convertido en poderes, es decir, la justicia, los medios, las minorías. Tenemos que quitarle el poder a estos contrapoderes”.
Asimilacionismo y autoritarismo: hace ya algunos años que Éric Zemmour se pasea con estas dos banderas por los medios de comunicación (esos que quiere neutralizar) y las redes. A medio año de las elecciones presidenciales francesas, en el papel de candidato que todavía no ha confirmado si lo será, es la estrella de la campaña electoral. E incluso personalidades de la izquierda como Jack Lang o Jean-Luc Mélenchon lo han reconocido debatiendo con él. El monstruo va ocupando espacio. Si traigo este tema aquí es porque alimenta y da reconocimiento a unas mutaciones que ya hace tiempos que se extienden de manera alarmante por la escena europea. Y que obligan a plantearse muchas cuestiones. Empezando por la más elemental: ¿es haciéndose el sordo que se defiende la democracia hoy?, ¿no nos tendríamos que preguntar por qué pasan, por qué tienen éxito estos mensajes? La respuesta automática es la combinación del miedo (suma de incertidumbre y malestar) y la desconfianza de la gente con los que mandan. Pero no es suficiente.
Desafortunadamente, Marshal McLuhan ya hace años que no está con nosotros (desde el 1980) para podernos explicar si la comunicación digital es un medio caliente o frío, y de qué manera puede excitar las pasiones que cortocircuitan la democracia. En todo caso, Zemmour se ha acomodado muy bien al sistema mediático actual, donde más que nunca la repetición, que se hace exponencial, hace verdad.
2. Autoritarismo. No hay duda de que es un momento de una cierta crisis del sentido, aquello que añadimos a las cosas para crearnos un marco de referencia para la vida, y que la capacidad de hacer ruido marca puntos, en un momento en el que el pensamiento crítico demasiado a menudo parece que esté de vacaciones. Pero da pavor ver cómo la derecha francesa parece que busque la manera de acomodarse en este espectáculo mientras la izquierda sigue entretenida en la psicopatología de las pequeñas diferencias.
¿Cuál es el problema? ¿Se puede plantear con las relaciones de poder actuales un proyecto político creíble para la gente que transmita la posibilidad de contribuir a mejorar las cosas? ¿O no hay otra salida que envolverse con la bandera patriótica procurando así hacer olvidar la dura realidad económica y social? Es lo que hace Zemmour, que, como toda la extrema derecha actual, no cuestiona en absoluto la ortodoxia neoliberal. De forma que el triste debate en Francia es ahora mismo si Zemmour favorece a Marine Le Pen o la perjudica. En la medida en que la izquierda está fragmentada y parece irreconciliable es improbable que Anne Hidalgo pueda llegar a la segunda vuelta y, en cambio, Zemmour aporta una parte de clientela diferente de Le Pen que podría dar inesperadas opciones al que llegue primero de los dos.
En todo caso: no tomemos el aviso vano. Las pulsiones autoritarias crecen en Francia, pero también aquí (y da miedo ver cómo los autores de un manifiesto presuntamente constitucionalista invitan Vox a apuntarse o como el bipartidismo pacta el control de los tribunales) el asimilacionismo es una tentación inherente a todo nacionalismo, aunque afortunadamente no parece que haya ninguno con suficiente poder simbólico para creerse que pueda absorber mentalmente a los demás. Pero a menudo el autoritarismo es fruto de la impotencia. Y actualmente la política hace muestra de tanta debilidad que, como hemos visto frente al Procés, la tentación autoritaria no es impensable.