Ya lo hablaremos el 13

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Urna con sobres de las votaciones durante una jornada electoral.

La presencia de Carles Puigdemont como candidato es objetivamente una buena noticia. Estamos en el camino de la reparación de las víctimas de la represión, y esto debería alegrar a cualquier demócrata. Es bueno incluso asumiendo el precio a pagar, que es una campaña excesivamente emocional, en la que se habla más del pasado reciente que del futuro. Una campaña en la que el partido de Puigdemont ha aceptado resignadamente que sus siglas queden eclipsadas por el apellido de su líder, convertido, él solo, en argumento electoral y en objeto de plebiscito.

La infantil maniobra de Pedro Sánchez, digna de un melodrama televisivo, ha profundizado en esa personalización, duplicando el sentido plebiscitario de las elecciones. Como resultado, la política catalana es ahora mismo el banal escenario de una pelea de gallos, cuyo objetivo es la concentración del voto a favor –y sobre todo, en contra– de dos líderes personalistas, que han puesto su vida y su carrera en la balanza. Darle un disgusto a Puigdemont o a Sánchez se ha convertido en el principal reclamo de la campaña.

El nivel de teatralización es tan alto que cabe preguntarse si el repugnante arrebato del líder de la UGT catalana, Matías Carnero, fue un resbalón o un ejemplo de la técnica del poli malo / poli bueno, en el que Carnero hace de facha maleducado e Illa aparece a continuación para pedir disculpas "a quien haya podido sentirse ofendido”. Al fin y al cabo, el objetivo del PSC es que Puigdemont siga bajo los focos. Así, los votantes más españolistas se movilizan, si no lo estaban lo suficiente con el desembarco de Pedro Sánchez, ataviado con la túnica de mártir del lawfare del que, oh paradoja, ha sido cómplice a través del CNI. Quizá por eso, en los mítines del PSC, las aclamaciones suenan desconcertadas. ¿Ahora estamos en contra de los jueces, como Pablo Iglesias y los indepes?

Ante esta dialéctica un poco futbolera, las opciones con candidatos menos carismáticos lo tienen complicado para hacerse oír. El president actual, Pere Aragonès, se esfuerza en explicar éxitos y esconder fracasos. Pero su partido ha estado más de una década reduciendo su discurso al horizonte de una independencia que parece más lejos que nunca, y es lógico que sus votantes de siempre no se exciten con las cifras de paro, exportaciones, gasto público o conceptos similares, tan prosaicos. El descenso de ERC a la dura realidad ha sido brusco; muchos de sus votantes aún buscan un poco de épica, que es el ingrediente mágico de Puigdemont. Él no puede prometer mucho más que ERC, pero sabe cabrear a los españoles. Ante esto, ERC tiene la esperanza de su voto fronterizo con PSC, Comuns y CUP. Pero las fronteras pueden ser vías de entrada o salida; el resultado de Aragonès es el más difícil de pronosticar.

Oiremos muchas tonterías, y también muchas mentiras, de aquí al día 12. No hay ninguna encuesta, ni la más afilada, que nos pueda decir cuál o qué partidos formarán parte del próximo gobierno. Hay demasiados vetos y demasiada comedia. Ahora bien: el bloqueo, e incluso una repetición electoral, están sobre la mesa. Si Illa rechaza el apoyo de Junts o ERC, puede quedarse sin gobernar. Pero si pacta, significará que Sánchez ha cedido mucho más de lo que España le puede perdonar. Zapatero ya le habrá contado cómo va eso. Lo que ocurra en Barcelona, pues, reverberará en Madrid; quizá lo que está en juego no es solo el gobierno del país, sino el destino de la precaria mayoría que, de momento, mantiene al PSOE en la Moncloa. Tanto para ERC, como para Junts, como para los soberanistas vascos, es una oportunidad que quizá no se repita: la de transformar el Estado o abocarlo a la crisis sistémica.

El día después de las elecciones es cuando tocará aguzar las orejas de verdad.

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