No nos engañemos: nos gusta pensar que somos personas comprensivas, atentas y empáticas, pero a la hora de la verdad admiramos quien persigue su objetivo sin escuchar, quien toma decisiones duras sin temblar, quien da un puñetazo sobre la mesa “ cuando hace falta”. Así, la fuerza de las tradiciones se impone a los deseos de mejora y la distancia entre ambos se hace cada vez más profunda e irresoluble.
Los héroes con los que hemos soñado durante nuestra infancia y adolescencia destacan por su valor, inteligencia y determinación. Esta poción infalible suele completarse con unas gotas de agresividad y crueldad. Pero el heroísmo exige también cuidado y compasión. Ésta es la parte olvidada de la historia, la que se esconde en nuestro inconsciente como un secreto íntimo. Una disonancia que a menudo nos conduce a un sentimiento de impotencia porque vemos reflejado en un mundo lleno de autoritarismos, agresiones, violaciones y guerras ese conflicto que anida en nuestro interior.
Hay que tener mucha audacia para defender la bondad. Quien se atreva a poner en palabras la necesidad de empatía o la innegable atracción de las personas bondadosas se encontrará con miradas de desprecio, las reservadas a los “débiles de espíritu”, y será rápidamente tachado de “buenismo”, ese término insondable convertido en insulto por desvirtuar una de las mejores condiciones humanas. El resultado es que reservaremos a las relaciones personales y de ámbito doméstico las actuaciones de atención hacia los demás, de solidaridad, de empatía, cariño y amor, y las desterraremos del ámbito público, de las organizaciones y la política, donde seguirán triunfando los macarras, los malos, los agresivos y los invulnerables. Esto no es nuevo: la historia está llena de ejemplos de mafiosos que vierten su ternura en momentos de intimidad, o de sádicos jerarcas nazis que se transforman, como el propio Proteo –el manantial mítico de la metamorfosis–, en padres amorosos al llegar al hogar. En un mundo autoritario, tejido de odios y desprecios, la empatía puede acabar siendo nuestro deseo inconfesable.
Mientras, como una corriente subterránea, la ciencia va sumando investigaciones a favor de la empatía desde la neurología, la medicina y la psicología. El psicólogo Steven Pinker ha anunciado que estamos en la “era de la empatía”, formulando más un deseo que una realidad. Pero es cierto que hay múltiples libros sobre el tema y que personas relevantes han destacado su importancia. El expresidente estadounidense Barack Obama reiteró en sus discursos que la falla de nuestra sociedad actual es un déficit de empatía. El historiador Yuval Noah Harari, en su fascinante libro Sápiens, señala la cooperación como el factor primordial que posibilitó la supervivencia de la vida humana. Y también el reputado economista Jeremy Rifkin escribió La civilización empática, libro en el que defiende la necesidad de avanzar hacia una conciencia empática global en un mundo en crisis. Hacerlo o no hacerlo determinará el futuro de nuestra especie.
En el ámbito psicológico destaca el libro del profesor Andrew Solomon Lejos del árbol, un compendio de historias de madres, padres e hijo(e)s en las que la mirada compasiva y comprensiva de las diferencias entre ellos logra superar situaciones durísimas de drogadicción, delincuencia, autismo, discapacidades o trastornos mentales, entre otros. La búsqueda desmonta prejuicios y navega a favor de la superación de los estigmas gracias a la capacidad de empatía de uno(e)sy de otros. La clave de las historias es reflejar las enormes diferencias entre personas y, al mismo tiempo, su dolorosa similitud, esa aparente paradoja que es la esencia de la humanidad.
El alud de publicaciones en torno a la empatía tiene también sus inconvenientes. Uno de ellos es la banalización del término, cuando no la utilización superficial del concepto desde la vertiente de la autoayuda. La empatía no es una emoción pasajera y narcisista que se produce mientras miramos las desgracias ajenas a la televisión. La empatía se relaciona con la bondad y la compasión, pero no significa lo mismo. De hecho, no formó parte de nuestro léxico común hasta principios del siglo XX y no ha sido hasta las primeras décadas del XXI que se ha incrementado su presencia en la sociedad y se ha convertido en uno de los valores culturales contemporáneos. Seguramente no es casualidad que su expansión haya coincidido con la incorporación masiva de las mujeres en el mundo laboral y en lugares de decisión durante el último siglo. Es preocupante, sin embargo, que no la encontramos en los programas educativos, políticos, empresariales o judiciales.
“No pregunto al herido qué es lo que siente, yo mismo me convierto en el herido”, dice Walt Whitman en “Cant de mi mismo”. La empatía se pone en el lugar del otro y esto permite actuar desde el entendimiento profundo. Supera los conflictos entre "nosotros" y "ellos", crea puentes. Es el reverso de la entropía, que comporta caos y desorden. La empatía es el muro que detiene la crueldad y construye civilización.