Historia de un fracaso

Historia de un fracaso
25/11/2025
Directora del ARA
4 min

El 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos juró como rey de España ante las Cortes franquistas. Afirmó que el régimen de Franco, que había dejado medio millón de muertos, había tenido "la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes pero necesarios, para que la Patria canalizara de nuevo su destino". Juan Carlos habló de Franco como uno de "hombre excepcional" y anunció que no le temblaría el pulso para hacer lo necesario para defender los principios del Movimiento que acababa de jurar. Lo explica de forma excelente Giles Tremlett en su interesante biografía de Franco.

Juan Carlos tenía 37 años e hizo tres cosas fundamentales: nombrar a Adolfo Suárez presidente del gobierno en 1976, sancionar la Constitución del 78 y no apoyar a los golpistas del 23-F en el 81.

Que la dictadura muriera con Franco no era una obviedad. La sociedad española se debatía entre el anhelo de cambio y el terror de la extrema derecha y de ETA. Había miedo, terror y un recuerdo muy fresco de la guerra, la represión, el silencio y los muertos y desaparecidos. También estaban fuertes las fuerzas vivas del régimen que se resistían a renunciar a sus privilegios. Si las Cortes franquistas se hicieron el harakiri y el ejército fue modernizado por Narcís Serra, la oxigenación del sistema judicial y, en cierto modo, de la administración del Estado quedaron pendientes.

El rey quedó constitucional y políticamente blindado. Se convirtió en infalible. La monarquía actuó como un elemento de estabilidad en un país tradicionalmente marcado por fracturas internas, pero sin ninguna rendición de cuentas. Sin embargo, a partir de los años 2000 se deterioró progresivamente su imagen. Sobre todo porque se resquebrajó el silencio cómplice de la prensa. La aparición de escándalos económicos, las revelaciones sobre su vida privada y la crisis institucional derivada de la corrupción erosionaron su prestigio construido durante la Transición. Un poder poco fiscalizado y un silencio institucional terminaron siendo terreno fértil para la corrupción. La abdicación en 2014 y el posterior exilio del rey a Abu Dhabi en 2020 cerraron el ciclo.

No era la primera vez que un monarca español salía del país. Ya Isabel II había expulsado en 1868 a raíz de la Revolución de la Gloriosa, que denunció el clima de corrupción institucional, manipulación electoral y favoritismos que marcaba su reinado. Luego fue Alfonso XIII quien se marchó en 1931 por el descrédito general de la monarquía dentro de un sistema político –la Restauración– marcado por la corrupción estructural, el fraude electoral y el caciquismo, que erosionaron progresivamente la legitimidad del régimen.

Palabras vacías

Esta vez fueron el PSOE de Alfredo Pérez Rubalcaba y el PP de Rajoy quienes salvaron a la monarquía con el relevo de Juan Carlos. El heredero y rey actual ha intentado modernizar la institución a través de su fotogénica primogénita, que antes de recibir educación universitaria ha pasado por los tres ejércitos. Su propia aportación a la gobernabilidad del país ha sido más que discreta, y si su padre actuó a favor de la democracia en el 81, Felipe VI fue una fuerza más de la reacción tras el referéndum del 1 de Octubre. Sus palabras de concordia y unidad de estos días están gastadas por una intervención muy alejada de la de un estadista y propia únicamente del jefe de las fuerzas armadas cuando ha tenido ocasión de demostrar la fibra democrática. Cuando el monarca habla en contra de la crispación, no tiene crédito para muchos ciudadanos de España que va más allá de la capital madrileña. Felipe VI ha tenido en su padre el peor corrosivo, y por esta razón no lo ha ha invitado a los actos públicos de conmemoración de la reinstauración de la monarquía.

Cuando los actos no acompañan a las palabras, no sirve de nada dar lecciones. Hace cincuenta años que murió el dictador y que España es una democracia parlamentaria, pero la cultura política ha cambiado menos que la economía o la sociedad. Esta misma semana el Financial Times hablaba de una economía que crece por encima de la media europea pero de una política que permanece varada en un bloqueo persistente. Según el diario, el dinamismo económico –impulsado por el turismo, la inmigración y los fondos europeos– contrasta con un clima político deteriorado y marcado por la confrontación permanente. El diario destaca que "la política doméstica tóxica sigue poniendo obstáculos en el camino", una toxicidad que dificulta tanto las reformas estructurales como la aprobación de presupuestos. La falta de cultura de pacto es tan extrema que, como dice un entrevistado, "se sienten muy cómodos siendo enemigos; cuando tengo un enemigo, no necesito argumentos", una síntesis contundente de la lógica política actual. En ese ambiente, "los insultos políticos a menudo eclipsan las ideas", lo que, según el artículo, contribuye a "una falta preocupante de debate sobre políticas públicas". El resultado es un país en el que la realidad económica avanza con fuerza, pero la política parece paralizada y pone en duda la sostenibilidad a largo plazo del modelo de crecimiento español.

Las celebraciones institucionales tienen poca credibilidad cuando en la práctica la monarquía tampoco ha sido un factor cohesionador.

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