Lecciones de historia para militares.
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En las casi cuatro décadas que ya acumulo escribiendo en los diarios y polemizando sobre la cuestión catalana, he visto a los adversarios intelectuales internos de la reivindicación nacional invocar todo tipo de causas y teorías para explicarse la contumacia, la terquedad de aquella reivindicación. Eugenio Trías, por ejemplo, consideraba que el incitador era “el dogma del nacionalismo lingüístico”, el afán de imponer el catalán, ya se ha visto con qué celo... Félix de Azúa y otros, en cambio, recurrían a la sociología: para ellos, todo el mal venía de una clase medio-baja (maestros, empleados, pequeños funcionarios...) resentida en su insignificancia y que utilizaba el nacionalismo como vehículo para ascender socialmente y escalar posiciones de poder...

Últimamente, un par de artículos publicados en el ARA por el profesor Alfredo Pastor (los domingos 17 y 31 de octubre) han puesto en circulación una nueva teoría, naturalmente descalificadora: según esta, el problema de los catalanes independentistas es que están empachados de historia, lo cual les hace infelices, amargados y resentidos; porque, encima, esta historia que les intoxica es una “historia romántica” y al mismo tiempo –¡horror!– “oficial”, “un gran obstáculo para que podamos vivir en paz y dedicarnos a lo que importa” [sic].

Dejaré de lado el hecho de que no vivimos en guerra y que, en una sociedad democrática, la independencia es un objetivo tan legítimo e importante, si tiene suficientes apoyos, como el aumento de las exportaciones o la mejora de la red ferroviaria. Pero, visto que el señor Pastor se adentra en el terreno de la historia, le acompañaré con mucho gusto. En Catalunya, la historia romántica estuvo en boga más o menos tanto tiempo como en el resto de Occidente: en el siglo XIX y hasta el primer tercio del XX. Ya en 1935 un jovencísimo Jaume Vicens i Vives la criticó en famosa polémica con Antoni Rovira i Virgili. Después de la Guerra Civil los referentes de la historiografía catalana, en la universidad y en el mundo editorial, no se llamaron Ferran Soldevila, sino Jaume Vicens, Pierre Vilar, Josep Fontana, Jordi Nadal, Borja de Riquer... 

No me parece que ninguno de ellos pueda ser tildado de “romántico”, ni por su obra ni por sus discípulos. 

Por lo tanto, cuando Alfredo Pastor afirma, compungido , que “la historia romántica parece haberse impuesto”, no lo puede decir en relación con la historia académica, la investigación y la docencia universitarias de estos últimos cincuenta años. ¿Se refiere a la historia divulgativa, destinada a un consumo de masas? Si es así, le responderé que esto pasa por todas partes. ¿O acaso se piensa que en Francia los libros y las revistas de historia de gran tirada o los programas televisivos de gran audiencia, o incluso los museos locales, están inspirados por la escuela de los Annales? Pues no: más bien cultivan una historia narrativa de reyes y reinas, de gestas épicas, de héroes y malos. Eso sí: lo hacen con un estado detrás –cosa que lo blanquea y lo legitima casi todo– y al servicio de un nacionalismo que se puede permitir el lujo de ser banal.

Lo que es más inquietante de la flamante doctrina Pastor, sin embargo, es la apología que formula, no sé muy bien si de la amnesia o del revisionismo histórico. Porque, a ver: si recordar las actitudes catalanófobas presentes en la cultura y la política castellanas desde al menos el siglo XVII, si espigar en las actas parlamentarias de los últimos 200 años la serie incontable de exabruptos e improperios formulados contra Catalunya y el catalanismo, si evocar las represiones identitarias sufridas por este país desde el siglo XVIII hasta el XX, si todo esto crea amargura y crispación, ¿qué tenemos que hacer? ¿Olvidarlo e inventarnos un relato idílico de perenne hermandad y comunidad de intereses catalano-españoles?

Quizás viendo que esto último es difícil de defender, Alfredo Pastor se atreve a “sugerir que una revisión de aquella historia [romántica, según él] podría facilitar el entendimiento entre unos y otros”. Me parece una idea excelente, magnífica, con un solo requisito: que procedan a la revisión, simultáneamente, “unos y otros”. ¿El profesor emérito del Iese conoce la producción discursiva y bibliográfica de la Real Academia de la Historia durante los últimos cuarenta años? ¿Tiene idea de la cantidad de tópicos chabacanos, de mitos nacionalistas (nacionalistas españoles, está claro) y de visiones esencialistas de España que ha alimentado y alimenta aquella institución oficial pagada por todos nosotros? ¿Ha dado un vistazo al catálogo de libros editados por la FAES de José María Aznar? ¿Observó, hace unas semanas, las reacciones airadas de políticos y medios de comunicación ante la más leve crítica hacia la conquista española del continente americano? ¿Le parece que todos estos elementos y actitudes –y son solo unos ejemplos– se dejarán “revisar” en beneficio de la aproximación, el diálogo y el reconocimiento recíproco entre catalanes y españoles?

Alfredo Pastor cita un autor francés según el cual “los pueblos felices no tienen historia”. Personalmente, prefiero formar parte de un pueblo menos feliz, pero con historia, conciencia y dignidad.

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