

Fui a una cena con gente que no conocía y el universo me regaló una experiencia antropológica. Y cuando esto ocurre, yo lo escribo. Porque los regalos del universo es de buena educación aceptarlos.
Uno de los comensales, un hombre sólo un poco más joven que yo, se sentó, me guiñó un ojo y dos segundos después se definió como feminista. Medio segundo después lo puntualizó. Feminista, pero no feminista radical. El feminismo radical no le parecía nada bien. Otra comensal, una abogada especialista en derechos humanos con amplia experiencia internacional, y yo nos miramos. Ya estamos, me dije. Poco rato después nos hizo saber que ya no hacía falta que sufriéramos. Los hombres lo habían entendido todo, porque se han deconstruido y las cosas están cambiando. ¿Cómo? Le pregunté yo estupefacta. Y él declaró que el machismo estaba en bajón definitivo. Ante ellos los hombres se estaban haciendo comentarios fuera de lugar y el feminismo (el bueno, no el radical, eh) había ganado la partida. No pude tener que recordarle que hacía cuatro días había sido el 25N y que los medios iban llenos de cifras que desmentían su relato. Pero él insistía en decirnos que no, y seguía empeñado en explicarnos la situación real del feminismo. Pesada como soy, le recordé que, ehem, tenía delante a una mujer que sabía una miiiiica más que él, no en vano era abogada en defensa de los derechos humanos y que servidora, ehem, escribía cositas y charlaba y hacía activismo sobre el tema. Hizo un comentario en tono amistoso y humorístico haciendo notar que ya se veía que yo era una mujer con ganas de llevar la contraria. No me pregunte por qué, pero no le dije la verdad, que siento debilidad por llevar la contraria a los ignorantes. Tenía ganas de cenar en paz, ve, y no sé cómo logramos desviar la conversación hacia mil temas diferentes.
Hasta que, de repente, saltó y dijo que ese espíritu guerrero que yo tenía era a causa de las hormonas. Porque las hormonas, iba diciendo, a las mujeres de mi edad nos suben de nivel y hacen que tengamos más coraje para luchar. ¿Cómo? Volví a exclamar con un nuevo ataque de estupefacción. Y le puntualicé que el nivel de ciertas hormonas nos baja. Que en esto consiste la menopausia. Su cara era un poema. No lo creía e insistía en el dato porque tenía una buena fuente de información, un familiar que había trabajado de ginecólogo. La situación era absolutamente surrealista. Un hombre explicándome, no sólo lo que era el feminismo, sino también la menopausia. Estuve tentada de mostrarle las analíticas de sólo quince días antes, pero me dio pereza, y lo remaché con un consejo: que consultara a Wikipedia.
Evidentemente, tampoco le pareció nada bien que quisiera hablar igual que él e hizo la bromita (también en tono amistoso...) sobre mi capacidad para acaparar la conversación. Él que nos había ido dando turnos de palabras y no había parado de charlar. Sí, era un hombre feminista. Pero no mucho, está claro.