Illa o el bipartidismo añorado

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José Montilla y Artur Mas en una imagen de archivo.

Al menos en esta campaña, la base del discurso del candidato Salvador Illa tiene poco que ver con las bondades de la socialdemocracia o de la unidad de España, como sería previsible, y se centra en la evocación de un pasado feliz y a la vez inconcreto, donde parece que todo iba sobre ruedas. Se trata de algo anterior al 2010; esta es la única pista. ¿Se refiere quizás a la época de Maragall, a la de Montilla? Sí y no. En realidad, idealiza los viejos y buenos tiempos del Gran Bipartidismo, es decir, del pujolismo llevado hasta el límite. La metáfora periodística del "oasis catalán" funcionó durante muchos años. Después comprobamos que el verdadero oasis político estaba en Madrid, donde socialistas y populares se ponen siempre de acuerdo en las cuestiones fundamentales –es decir, las que hacen referencia al mantenimiento del statu quo del régimen del 78, monarquía incluida– y relegan la bronca a temas accesorios pero vistosos. Aquí siempre hemos actuado al revés: nos hemos puesto de acuerdo en determinadas tonterías, pero nunca hemos llegado a un mínimo consenso de país, quizás porque no nos lo acabamos de creer. 

El oasis era una metáfora, y las metáforas sirven para disimular la pereza mental o para completar oraciones subordinadas con poco esfuerzo: no vale la pena discutirlas, pues. En cambio, hay algunas afirmaciones nada metafóricas asociadas a esta entrañable cantilena que sí que conviene matizar. La más importante es la que hace referencia a aquel "bipartidismo perfecto", una idea que estuvo muy de moda hacia finales de los noventa. El cuento decía así: "Érase una vez que en Catalunya unos tenían la Generalitat y otros los grandes ayuntamientos, y así eran felices y comían perdices". 

Aquella historia presuponía que al PSC le daba lo mismo ocupar o no la Generalitat, y que a CiU le era igual tener el ayuntamiento de la capital catalana o el pozo sin fondo de la Diputación de Barcelona. Como el bipartidismo era "perfecto", todos estaban contentos. Justo es decir que esta historia tiene un componente indiscutible: si comparáramos el presupuesto de la Generalitat en aquellos años con el de la suma de las corporaciones municipales controladas por los socialistas, constataríamos que la diferencia era realmente insignificante. En 2003 se hizo visible la precariedad de este equilibrio "perfecto", y en 2006 también: con la connivencia de los pequeños partidos satélite que entonces le apoyaban, el PSC acaparó todas y cada una de las instituciones del país, de las más grandes a las más pequeñas. Todas, sin excepciones, sistemáticamente, casi obsesivamente: desde la Generalitat hasta la última empresa municipal de la penúltima ciudad de Catalunya, pasando por todo lo que colgaba de la Diputación de Barcelona, donde no se privaban de nada. ¿Bipartidismo? ¿Equilibrio? Dios mío, qué ingenuidad...

¿Resulta hoy imaginable un regreso a corto o a medio plazo a aquel oasis dual? Yo creo que no. De hecho, pienso que quienes hacen esta apuesta confunden la posibilidad del bipartidismo con la posibilidad de una polarización entre los defensores del régimen del 78 (bajo el eufemismo de "constitucionalistas") y quienes quieren dejarlo atrás por diferentes razones de carácter nacional, ideológico o ambas cosas a la vez. La polarización todavía no existe y es complicado –pero no imposible– que pueda cuajar institucionalmente. Y la cosa no acaba aquí: el bipartidismo suele ser una cosa plácida, mientras que cualquier forma de polarización parte, por definición, de un determinado grado de tensión. Se trata de dos lógicas diferentes. 

Una victoria rotunda del independentismo, de más del 50% de votos, generaría, por pura inercia, una situación de polarización; resulta más bien impensable, sin embargo, que dispusiera de una verdadera traducción institucional. Hoy la iniciativa testimonialista aglutinada entorno a Carles Puigdemont está más cerca de la CUP o de determinadas formaciones extraparlamentarias que de partidos programáticos como ERC o el PDECat. En este sentido, ultrapasar el umbral del 50% de votos independentistas tendría un efecto simbólico importante, sin duda, pero difícilmente serviría para emprender un camino político que fuera más allá de aquel tono terco que acostumbra aflora en las sobremesas cuando alguien ha cometido la imprudencia de dejar los licores en mesa, y que siempre se acaba desvaneciendo cuando llega el crepúsculo y el dolor de cabeza. También podríamos imaginar un entendimiento razonable, por supuesto. Pero, ¿de qué serviría? Una de las características definitorias de régimen del 78 es que el poder judicial es un simple apéndice del poder ejecutivo. Y aquí se cierra el círculo. That's all folks!

Ferran Sáez Mateu es filósofo

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