Inmigración: ni tabúes ni estigmas

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El tema migratorio no debería ser un tabú. Hay que poder hablar de ello y, de hecho, debería estar en la agenda política. Otra cosa es que en una sociedad en la que imperen plenamente los valores democráticos no sea necesario querer dar una dimensión política a los prejuicios, al populismo descarnado o a la xenofobia. Que esto es lo que se hace ahora. En los tiempos que corren, hay quien ve que el rechazo a los inmigrantes, en tanto que culturalmente diferentes, puede darles rédito político inmediato aprovechando los bajos instintos. Sin embargo, habría formas sensatas de afrontarlo. Lo primero es no planteárselo como un “problema” sino como una dinámica que hay que gestionar en bien de todos y, muy especialmente, visto del lado de la pobreza y la miseria (o un exceso de expectativas) de los que arriesgan su vida para obtener un futuro incierto. Los flujos continuos, desmedidos, irregulares y desesperados sin duda crean dificultades para la acogida, la inserción laboral y la consecución, este debería ser el objetivo, de la categoría plena de ciudadanos. Debe procurarse que los contingentes sean asumibles, no porque la diversidad cultural sea un problema, sino para que puedan tener un buen acceso a los servicios y un proceso de integración razonable. Lo que no debemos querer es poblar las ciudades de personas a las que condenamos a ser excluidas o a recibir las migajas en forma de extrema explotación en segmentos perversos del mercado de trabajo.

Los nuevos ciudadanos desempeñan sin duda una función económica, social y demográfica muy positiva, precisamente cuando los incorporamos y no nos dedicamos a la autocomplaciente práctica de la exclusión. Se requiere un reequilibrio demográfico a nivel territorial. Esto es positivo si los recién llegados tienen trabajo, se sienten incluidos, pagan impuestos y probablemente harán sostenible nuestro sistema de pensiones. Ciertamente, lo mejor es la contratación en origen, lo que generaría un flujo razonable y sin llegadas arriesgadas y dramáticas. Hemos generado una economía global, con desigual intercambio, que induce a crear grandes territorios extremadamente pobres. Para evitar éxodos que tienen final entre trágico y decepcionante, habría que posibilitar que el desarrollo permitiera vivir allá donde se ha nacido. Practicamos una doble moral. Se menosprecia la inmigración, se la acusa de diluir nuestra identidad, pero al mismo tiempo se aprovecha de manera brutal para dinamitar el mercado laboral a la baja. Hay sectores enteros de la economía que viven de la mano de obra barata y disciplinada por el miedo: aceptan trabajar en cualquier condición, salario y precariedad porque peor es lo que tenían. Podríamos hablar de la hostelería, del turismo, de los trabajos domésticos, de las industrias cárnicas... Condiciones que hacen que los “autóctonos” se sientan excluidos y fomentan las actitudes de rechazo de los que sienten los nuevos como competidores.

Aparte de gestionarla, la migración debería ser explicada en todo su alcance. No es bueno que a los que tienen la percepción de que les afecta negativamente se les conteste que son unos xenófobos. Habría que escuchar, hablar más y descalificar menos. Nadie es propietario de la verdad y tampoco de la bondad. Pero menos aún se puede aceptar el tono displicente que expresa desprecio, suficiencia, supremacismo y clasismo. Esto sí que es un problema. Una pretendida satisfacción política, que se ha cocinado en la derecha extrema pero que empieza a utilizarse y a normalizarse más allá. El catalanismo político en versión Jordi Pujol tenía esa máxima que había tomado prestado de Paco Candel que “catalán es quien vive y trabaja en Catalunya”. Frase, sin embargo, que no pretendía una auténtica fusión, sino que los recién llegados no cuestionaran el statu quo imperante. Tiempo en que los inmigrantes eran primordialmente lo que se llamaba charnegos, y no árabes, indios, ecuatorianos o subsaharianos. Con la migración más reciente, durante tiempo se ha practicado la política del laissez faire, ya que aunque no agradaran y se los considerase hostiles, en realidad eran los que nos limpiaban la mierda. Ahora el soberanismo de Junts, temeroso de los efectos electorales del discurso xenófobo, lo que hace es adoptarlo. Y, aunque quizás lo hace de forma puramente utilitaria, el discurso de Jordi Turull resulta extremadamente peligroso, inaceptable. Se apropia del discurso identitario, amparándose en la disolución de la lengua y la cultura que generaría la migración, insinuando que es provocada desde el Estado para diluir la catalanidad. Se conecta con el discurso global de la derecha más reaccionaria, imbuida de refugio identitario: Le Pen, Meloni, Trump... Adoptan el concepto conspiranoico de "la gran sustitución". Una parte del independentismo se homologa ahora con el pensamiento más retrógrado y primario. Por el contrario, a la izquierda le falta un discurso claro y voluntad de hablar de otro modo para gestionar el fenómeno. No hacerlo la debilita. Mientras, su versión más selecta se aferra a una utopía multiculturalista que es falsa. Como bien ha explicado Amartya Sen, estamos ante monoculturas múltiples que interactúan muy poco.

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