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¿Más o menos inmigración?

Un temporero en un campo de Alpicat, el Segrià
Investigadora del CIDOB
3 min
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¿Queremos seguir con los niveles de inmigración que hemos tenido en los últimos años? Ésta es la pregunta que se hacen Miquel Puig y Andreu Mas-Colell en una serie de artículos cruzados en el ARA. La pregunta es legítima, por no decir que necesaria y urgente. Implica plantearse qué es posible, qué es sostenible y a cambio de qué.

Digo que es necesaria y urgente porque evitar el debate sería ignorar los datos. Si en 2023 la población nacida en el extranjero en el conjunto de España representa un 17,7%, este porcentaje en Cataluña alcanza el 22,5%. Entre los jóvenes nacidos entre 1986 y 1995, estamos hablando de un 40%. Si fuéramos un país, Catalunya ocuparía la cuarta posición en el ranking mundial de países con mayor inmigración, después de Australia, Nueva Zelanda y Canadá.

Pero, ante todo, una aclaración de partida. El porcentaje y composición de la inmigración responden más a factores de atracción que a factores de expulsión. De no ser así, no se explicarían niveles y características tan diferenciadas dentro de un mismo país. En el caso de Catalunya, tal y como nos recuerda el demógrafo Andreu Domingo, la inmigración es fruto de una economía y una demografía que históricamente han dependido (y crecientemente) de nuevas llegadas. En pocas palabras: tenemos la inmigración que generamos.

Cataluña genera inmigración y genera también exclusión. Aquí, de nuevo, lo determinante no son las características de los que llegan sino el contexto que los acoge. Puig habla de "nuestra adicción a la mano de obra barata". Mas-Colell explica una "media de productividad y renta estancadas" por la predominancia de sectores como la construcción, el turismo, los cuidados o la agricultura. Ambos también coinciden en señalar que el aumento de la población no ha ido acompañado de un redimensionamiento de los servicios públicos, vivienda incluida.

Ante esta situación, ¿podríamos plantearnos un cambio de modelo? Evidentemente no sólo podríamos, sino que deberíamos, porque este modelo no es sostenible. Cambiar de modelo es mucho más que cambiar políticas migratorias. Con el anunciado traspaso de competencias a menudo parecen la gran solución. Y no es así por tres razones: porque el traspaso –y tenemos experiencias anteriores– será sobre todo un traspaso de gestión; porque la mayoría de los que llegan lo hacen como turistas y sin necesidad de visado (me refiero a la inmigración latinoamericana), por tanto, fuera de los mecanismos de gestión migratoria propiamente dichos, y sobre todo porque las causas estructurales se mantendrían intactas. La selección de los migrantes no cambia la demanda del mercado laboral.

Precisamente por eso, un replanteamiento de verdad implica, en primer lugar, un giro profundo de nuestro modelo económico. Puig hablaba de una reducción de nuestra capacidad turística, "ni HUTs ni Hard Rocks", decía. Aquí estamos de acuerdo. Pero yo iría más allá. Supone plantearse, entre otras cuestiones, cómo producimos las frutas y verduras que comemos, quien nos corta la carne que compramos en los supermercados, bajo qué condiciones laborales tenemos los que nos cuidan o sobre quién se sostiene un sistema sanitario crecientemente infrafinanciado. Por poner un ejemplo más pequeño y extremo: ¿tendría sentido que Almería se planteara otro modelo migratorio, viviendo fundamentalmente de un sector agroindustrial hambriento de trabajadores inmigrantes precarizados? Curiosamente, los necesitan pero no quieren.

La necesidad de un giro profundo pasa también por que el Estado recupere su función redistributiva. Puig argumentaba que no todo son beneficios y que el balance es más positivo para unos que para otros. Aunque todos vivimos de este low cost construido a base de trabajo mal pagado, es cierto que los beneficios están concentrados en manos sobre todo de los empresarios (también familias en el caso del trabajo doméstico) y los costes acaban socializándose, oa través de la inversión que representa más políticas públicas o bien por la falta de acceso a recursos básicos cuando estas políticas fallan. Aquí es donde comienza la competencia por los recursos escasos y, en un segundo paso, el voto en la extrema derecha de aquellos que se sienten abandonados.

La conclusión, cómo nos recuerda el sociólogo holandés Hein de Haas, es que no se puede tener un "modelo económico abierto y de rápido crecimiento" y al mismo tiempo querer menos inmigración. Aquí estoy de acuerdo con Mas-Colell. Pensar las alternativas requiere un debate serio y pausado, con una mirada a medio y largo plazo. En esto Europa nos enseña justamente el camino a no seguir: no podemos culpar a la inmigración de nuestros males, hacer de ello el argumento para recortar derechos fundamentales, dejarnos llevar por el discurso de la extrema derecha (incluidos partidos socialdemócratas) proponiendo recetas sencillas a problemas complejos o recordarles una y otra vez que, a pesar de traer generaciones aquí, nunca los reconoceremos como parte del Nosotros.

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