La independencia de Catalunya no será posible sin la inmigración. Hay un cruce sociopolítico que me permito simbolizar en un cruce semántico: inmigradencia e indepegración.
Cada primero de año, un sector nacionalista se muestra inquieto por la prevalencia de primeros bebés con nombres extranjeros, sobre todo de procedencia magrebí y latinoamericana. No me referiré a los supremacistas y racistas, que se ahogan solos en su propia mierda. El comentario va sobre los que, con la sociología en la mano, estiman que una Cataluña con mayoría de población inmigrante censada perdería el referéndum en el caso –por ahora más que hipotético-- de conseguirlo, y de ahí también el último movimiento institucional por los traspasos de competencias en la materia... Cabe esperar que no sea por un conflicto de intereses electorales con la ultraderecha y se conviertan en expulsiones por criminalización, que no deja de ser uno de los recursos habituales del lawfare y propulsa la xenofobia contra colectivos que no tienen ninguna culpa de acusaciones por sinécdoque, al contrario: son los más vulnerables, trabajan en los trabajos más duros y viven a precario.
El principio de todo ello arranca de la teoría básica de la catalanidad identitaria. Un argumentario progresista en su momento lo defiende el socialista Rafael Campalans en los años treinta; Paco Candel lo desarrolla sobre las barracas de Montjuïc en Los otros catalanes (1964), y el PSUC y la Assemblea de Catalunya hacen consigna: “Es catalán quien vive y trabaja en Cataluña y quiere serlo”. Tarradellas lo expresa en el concepto republicano francés “ciudadanos de Cataluña”, toma vuelo gracias al presidente Pujol y queda legislado en el artículo VII del Estatut del 2006.
Hoy, sin embargo, esta idea noble, y que ha funcionado ejemplarmente en un patriotismo inclusivo, ha quedado relativamente obsoleta. Las grandes oleadas migratorias han cambiado el paradigma y pueden permitirse no tener que ser lo que sea –catalanes, españoles, franceses, ingleses...– ni renunciar a ser lo que son –marroquíes, senegaleses, latinoamericanos, rumanos, paquistaníes. .–, al igual que tantos catalanes mantuvieron su identidad en los países que les acogieron a raíz del gran exilio republicano, paradigma México, donde el Orfeó Català creó un corazón de alto nivel marca de la casa, y los casals o las euskal etxea donde catalanes y vascos han cobijado sus esencias.
El independentismo perderá el miedo a perder el referéndum en la medida en que todos estos colectivos migrantes se interesen por la independencia sin que tengan que ser catalanes por identidad o voluntad. El padrón les otorga ya los derechos de ciudadanía, con el acceso a los servicios esenciales; el respeto a sus costumbres, tradiciones, religiones y lenguas incrementará su confort personal y emocional. Es decir, aunque sean de fuera o de genealogías foráneas, podrán votar independencia en la medida en que aprecien al país que los reciba sin tener que renegar del país de origen, y que los partidos soberanistas les convenzan de que un estado propio será benefactor también de sus intereses y les mejorará las condiciones de vida.
Los grandes estados europeos y Estados Unidos implementan cada vez más un federalismo supranacional multicultural, que va mucho más allá de conceptos nacionales novecentistas que el movimiento uniformemente acelerado del tempo tecnológico deja en obsolescencia. Hoy impensable definir nación a partir de territorios inmutables –las modificaciones del mapa de Europa son palmarias–, de criterios étnicos que la historia va felizmente prescribir y proscribir, e incluso de lenguas. Hoy no hay campaña electoral estadounidense que no se exprese en español, y el auge de los soberanismos más cercanos y paralelos de Irlanda y País Vasco no sería posible sin la aforística realidad que los respectivos partidos independentistas, Sinn Féin y EH-Bildu, tienen votantes que ni hablan ni entienden el gaélico y el euskera.
Que la lengua vaya liberándose de la función superestructural –así lo teorizaba el marxismo– de ser un elemento sine qua non en la definición de nación no quita que sea uno de sus atributos, un tangible valiosísimo, que no debe ser sinónimo sino antónimo de desidia en la consideración y en el trato. Las lenguas son patrimonios culturales de primera magnitud, y el catalán es por su bagaje literario uno primus inter padres. Ha sobrevivido a terribles agresiones, la franquista está en el pretérito imperfecto, y debe sobrevivir con creces en este caso a la competencia de grandes colectivos que hablan otras lenguas. Dependerá, naturalmente, de la voluntad política de la Generalitat, de incentivar, motivar y proteger el catalán, desde la educación hasta los medios de comunicación públicos, pasando, evidentemente, por resolver los problemas domésticos que frecuentan en las redes. Que no sea necesario afanar para no tener que cambiar de lengua y vivir en catalán debe ser algo natural poder decirle al médico que tienes tos de perro sin que te derive al veterinario y al barman que quieres unos berberechos sin que tengas que pronunciar el abracadabra berberechos.
Uno de los retos del independentismo es ponerse de acuerdo –“lo sabe todo el mundo, y es profecía”, maestro Foix– pero otro es prever cómo ganar el referéndum –aparece que si tanta energía y coste humano y ciudadano por conseguirlo acaba siendo por perderlo...– y diseñar un nuevo país con un estado nacional con una población plurinacional y multicultural. Hay tiempo para redefinir un modelo de nación XXI y una doble nacionalidad de facto o de iure, sustentada en las identidades compartidas que enunció Joan Maragall y desplegó su nieto, el presidente Maragall, a partir del pensamiento político de Václav Havel. No debe renunciarse a la procedencia, “quien pierde los orígenes, pierde identidad”, canta con acierto Raimon, pero a efectos administrativos la procedencia en tiempos tan transeúntes no debería ser una cuestión de principios. Las calles de la aldea global son las rutas de la aviación, las derrotas náuticas, las vías de alta velocidad y las autopistas... Que en Europa señalizan ya en árabe.