Josep Piqué, muerto esta semana a los 68 años, fue uno de estos catalanes militantes de un viejo sueño conservador: a saber, que una derecha liberal y democrática tiene que ser viable en el sistema político español. Y no tan solo viable, sino también hegemónica. Para hacer posible esta visión de las cosas, es imprescindible la concurrencia (la complicidad, los esfuerzos, el protagonismo, las cotas de poder: llamadlo como queráis), precisamente, de los catalanes. Y en esto se puso, y esto explica más que de sobras su tránsito desde el PSUC hasta los ministerios que ocupó bajo la presidencia de José María Aznar, pasando por una etapa de pujolismo, que lo vio como su joven promesa ideal. Se trataba precisamente de eso que Piqué, de alguna manera, personificaba: construir en Madrid una derecha europea (se suponía que el pujolismo lo era, lástima que incorporara una cosa tan franquista como el tres por ciento y la corrupción institucionalizada) que fuera interlocutora válida con la catalana. Y juntos, ya se sabe, hacer grandes cosas.
Piqué hizo las cosas que pudo o supo. Por ejemplo, tuvo un papel en la puesta en funcionamiento del Institut Ramon Llull: un día ya lo explicarán, si lo quieren hacer, los que lo sacaron adelante. Pero había un obstáculo importante, y era la prohibición explícita (y pensada específicamente para impedir cualquier tipo de vertebración entre los Països Catalans), y recogida en la Constitución, de que las comunidades autónomas se federen. Piqué consiguió que Aznar y su administración miraran hacia otro lado, y de hecho cuando el Llull se rompió por primera vez (cuando por primera vez las Baleares salieron del consorcio, que era la figura jurídica en que se había materializado la institución) fue principalmente por un paso precipitado de Pasqual Maragall, que quiso designar directora a Aina Moll sin consultarlo a Jaume Matas (y ni siquiera a la propia Aina Moll): Matas tuvo, así, el pretexto para la ruptura. Pero esto ya sería tema para otro artículo.
Josep Piqué, incluso, quiso liderar lo que él anunció como un “giro catalanista” del PP, que como era de prever acabó en nada. Piqué soñó, en la larga Transición que llevó a tantos desde el marxismo hasta la socialdemocracia (al PP de Aznar le gustó nutrirse de ex-psuqueros, ex banderas rojas e incluso algún ex-etarra), en esta derecha que decíamos: liberal, democrática y, puestos a pedir, capaz de convivir bien con la diversidad lingüística y cultural del estado español. No quiso resignarse, como buen soñador, al hecho de que la derecha española es de raíz autoritaria, caciquil, autárquica y (sobre todo) furiosamente nacionalista. Después, Josep Piqué cogió la puerta giratoria hacia Vueling, una compañía low cost que representa mejor que nadie los males del turismo también low cost y de masas al que nos hemos condenado. Pero este también sería el tema de otro artículo, y, en fin, Piqué ha muerto no prematuramente, pero sí antes de tiempo, y descanse en paz.