Presentarse a un juicio como acusado de violación, habiendo cambiado hasta cinco veces la propia versión de los hechos, y que la versión quinta y definitiva base la defensa en el hecho de ir muy bebido cuando la agresión fue cometida, indica, entre otras cosas, una visión del mundo y de la vida (un paréntesis para volver a subrayar que es como mínimo altamente discutible que la intoxicación etílica, verbigracia borrachera, deba ser un atenuante en un juicio por delitos como el 'agresión sexual: más bien parece una normativa ideada con el propósito de facilitar una escapatoria). ser futbolistas de alta competición en las ligas masculinas— están exentos de dar explicaciones de su comportamiento, y que en caso de darlas, cualquier excusa debe valerles, por absurda y ridícula que sea. Si su comportamiento incluye la violación de mujeres (también entre paréntesis, y entre comillas, apuntaremos el “presuntamente”) aún con mayor motivo, porque la violación de mujeres es en realidad un ritual de paso, una prueba ya la vez una prerrogativa, una transgresión y una confirmación, del propio triunfo como guerrero. Toda la retórica violenta que suele acompañar al fútbol no está por azar. Se puede entender como una metáfora (una bien barata), de acuerdo. Pero al fin y al cabo, lo que hace el lenguaje bélico es explicitar esa cosmovisión heroica, la exaltación de este guerrero que lucha violentamente por su comunidad (su club) y que recibe, a cambio, los placeres y dones que son reservados a los elegidos: la ebriedad, el derroche, el desbordamiento, la orgía. De agrado o por fuerza, con o sin consentimiento: estas cuestiones no forman parte de la ética del futbolista de alta competición, que sólo tiene un deber: ganar en el terreno de juego. Luchar y vencer. De todo lo demás, no se debe hacer responsable de nada. Es más: exigirle que se responsabilice de sus actos es una intromisión intolerable, una confusión ilegítima. El deber de responder de los propios actos ante la justicia es una característica del populacho, pero los héroes disponen del mundo y sus riquezas, y también de los cuerpos de las mujeres, cómo y cuándo les apetece disponer de ellos.
Todo esto evidentemente es una fantasía masculina muy antigua —muy vieja, también—, que no explica tan sólo el comportamiento (presunto, presunto) de Dani Alves o de cualquier otro futbolista en particular, sino que impregna la forma de ver y hacer las cosas en el mundo del fútbol de primer nivel (y también en los niveles inferiores, donde se aspira a imitar lo que hacen arriba). Lo digo porque, cuando se habla de los valores que transmite el fútbol a los niños y jóvenes, sería hora de empezar a reconocer que lo que se les transmite son estos esquemas mentales situados dentro de las fantasías del exceso llevado hasta el crimen, la impunidad total y el lujo decadente, excesivo y casposo. Desde las comidas de negocios hasta las fiestas a los reservados de ciertas discotecas, pasando por los palcos privilegiados.