El laberinto de la investidura

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Vivimos momentos difíciles y apasionantes a la vez. Cuanto más difamada está la política, más necesaria es. Un Congreso de Diputados muy fraccionado debería hacer reformas muy profundas e imprimir una nueva mirada en un estado complejo y compuesto. Desde la noche electoral del día 23 de julio he afirmado que íbamos a una repetición electoral, y no la deseo, pero conozco a los actores que tienen que llegar a los acuerdos necesarios, y la negociación será difícil.

Lo que no pasa en veinte años pasa en un instante y las palabras plurinacional, diversidad lingüística, riqueza de la diversidad ahora son ya de uso normalizado en el debate parlamentario. También la palabra amnistía ha adoptado carácter de naturalidad, aunque, como es habitual en la vida política, no todos le dan la misma definición. Los partidos que han votado contra la investidura de Núñez Feijóo están dispuestos a tramitar y aprobar en el poder legislativo español una reconsideración de las responsabilidades penales de algunos actos producidos en Catalunya en un período que aún está por determinar. El poder legislativo es competente para hacerlo, y, si se toma la tarea con el cuidado y calidad legislativa que requiere una modificación de estas características, el debate puede ser fructífero y puede cambiar el clima político de Catalun ya, porque las sentencias que alimentan el carácter coyuntural de la política catalana dejarían de ser noticia diaria.

Pero todos sabemos que la política sufre una extraña atracción por la tragedia. Y en la causa catalana, desde siempre, se disputan el protagonismo, por un lado, los que quieren presentar a Catalunya como una tragedia histórica, y, por el otro, los que quisiéramos que fuera un proyecto de futuro sólido y claro, donde el mejor de los patriotismos fuesen la excelencia de los servicios públicos, la vanguardia cultural, nuestra lengua como la mayor obra de arte de todas las generaciones, la protección de nuestro paisaje, de nuestro patrimonio, las comunicaciones modélicas.

Mientras Juan Ignacio Zoido, el ministro del Interior del gobierno Rajoy responsable del operativo que usó la brutalidad policial, disfruta de su vida de eurodiputado –la aristocracia de la vida parlamentaria–, los líderes del independentismo catalán acumulan resentimiento y energía amarga, con los poderes del Estado y entre sí. Viven inmersos en inquietudes y angustias y apegados al objetivo de incomodar a todo lo que huela a España. No quieren escuchar la versión que dice que antes y después de 1714 muchos catalanes han ayudado a configurar la España de hoy. Esta que ahora reconocen cuando redescubren la importancia de intervenir en las instituciones del Estado y de hacer valer la posición estratégica que les da la imperfecta proporcionalidad del sistema electoral y la entrega de sufragios españolistas para configurar grupos parlamentarios.

La política catalana y la española llevan demasiado tiempo más regidas por fobias que por ideologías, más por tacticismo que por coherencia. Esto también vale para el Partido Socialista y para la izquierda real de Sumar. El Partido Socialista ha tenido maltratadas en su seno a muchas voces que intentaban que la España plurinacional fuera el signo de identidad del partido, y que el federalismo asimétrico, que daría reconocimiento a las naciones sin estado, fuera el modelo territorial a desarrollar, y no un mero fruto de la aritmética parlamentaria.

La amnistía, es decir, la reconsideración de la responsabilidad penal de algunos actos, no será aceptada por todos. Lo hemos visto en la conmemoración del sexto aniversario del 1-O. Porque no es posible abarcar la casuística de los sancionados administrativamente y de los encausados penalmente sin que puedan acogerse a ellos supuestos penales equivalentes y sin que se paren demandas que esperaban sentencia. Suponiendo que la investidura de Pedro Sánchez sea un hecho, algo que deseo mucho más que la repetición electoral, habrá que ver cómo se abordan los cambios necesarios en la organización del poder judicial, en el reconocimiento nacional de Catalunya o en un sistema de financiación que no convierta la solidaridad en un lastre. Todo esto, sabiendo como sabemos que la Constitución se ha convertido en inmodificable porque la derecha se ha apropiado de una determinada lectura restrictiva y la izquierda sola no puede alterarla.

En todo caso, participar de la vida política española, intervenir activamente, no se reduce a una investidura, y las elecciones de julio, pese al mal resultado obtenido, llamaron a los protagonistas del otoño del 2017 a una labor que les pide suavizar resentimientos y fobias, y no sé si podrán hacerlo. Estos líderes tienen ahora un simbolismo indiscutible. Una vez amnistiados, quizás unos nuevos liderazgos entenderán la realidad demoscópica y social de una Catalunya que ha avalado al gobierno de coalición progresista, y quizás, sin renunciar al sueño de una Catalunya independiente, harán como los nacionalistas escoceses, que han sustituido al laborismo y aplicado sus políticas redistributivas. Porque el desánimo por la acción cotidiana no puede ignorarse.

La Constitución de la Segunda República establecía que los límites de su territorio eran irreductibles; la actual establece que la unidad territorial es indisoluble. Por tanto, y con el actual fraccionamiento de la política española, un debate de investidura no permitirá profundizar en todo lo que pueda sugerir la secesión de una parte del territorio. El pueblo catalán tiene derecho a saberlo. Estamos donde estamos; mejor saberlo y decirlo.

Lo que ha unido a las fuerzas políticas contrarias a la investidura de Núñez Feijóo es la voluntad de impedir que la extrema derecha, que niega la realidad plurinacional e incluso la diversidad cultural, gane presencia institucional y poder político. Y este objetivo es hoy un hito europeo, porque Europa no será referente de los derechos humanos si triunfan las alianzas de los populismos reaccionarios.

Los pactos son renuncia y ganancia inteligente a la vez. Todo esto nos espera este mes de octubre.

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