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Esta es la semana de los libros pero el fútbol ha ocupado todas las portadas. La realidad es así. A los libros se les dedica un día al año y al fútbol (masculino) toda la temporada. No hace falta que nos echemos las manos a la cabeza. Leer no nos hace más sabios, ni mejores, ni más libres. Hay una lista considerable de imbéciles que tienen una biblioteca amplísima. Lo que nos tiene que preocupar son las prioridades económicas y sociales. Lo que es lamentable es que tanta gente no se eche públicamente las manos a la cabeza porque el fútbol borre todo el resto y llegue a ser una cuestión de estado. Lo que se ha dicho estos días es tan delirante como otras veces. No es que sorprenda porque venimos de casa sorprendidas. Pero todavía no hemos salido de una pandemia que ha dejado millones de muertes y miles de secuelas y el fútbol pasa por encima de todo como la apisonadora económica que es. Con aquellos valores que pretenden tener los clubes de fútbol, cuando en realidad son esencialmente baluartes del machismo y la homofobia, de la competitividad como estímulo para el sacrificio y de la exigencia. No se trata de criticar un deporte ni de cómo elige evadirse cada cual. Los caminos de fuga son inescrutables. Se trata de reflexionar y pensar por qué tiene esta preferencia y quién la sostiene. Quién domina el fútbol, con qué objetivos y que si Florentino Pérez considera que tiene que salvar el fútbol para que en 2024 no esté muerto, quizás no es tan mala idea dejarlo morir. Recordamos que su proyecto Castor no solo causó terremotos en las Terres del Ebre sino que nosotros los estamos pagando. Siempre he desconfiado de los salvadores. Pero volvamos a los libros, que es la semana de Sant Jordi. Una vez al año. A pesar de que este vuelva a ser un sucedáneo y no aquella fiesta que nos alegraba el día y las calles. Un día se irá esta mediocridad. 

Leemos porque nos gusta, porque encontramos refugio e incluso esperanza. Leemos libros que dicen que son buenos y a nosotros no nos lo parecen, libros que se hacen cortos y libros que se hacen larguísimos. Leemos y subrayamos y leemos en diagonal. Abrimos libros y dejamos un marcapáginas vete a saber cuántos años. Nos llevamos títulos de aquí para allá un fin de semana sabiendo que ni siquiera los sacaremos de la bolsa pero por si acaso. Olemos las páginas de papel para que nos lleven lejos e incluso allá donde hemos estado, a aquello que conocemos. Por la compañía. Por las voces. Por todo aquello que hemos pensado mientras leíamos y después de leer un libro. Por todo aquello que nos volverán a traer solo mirando el lomo. No son de consumo rápido independientemente de la velocidad que pongamos al leerlos. Los libros nos recuerdan como perdemos la memoria y, al mismo tiempo, nos transportan a las edades, como la música, con todos sus recuerdos. Acariciamos los libros ilustrados como si nos dejaran tocar un cuadro en un museo. Acumulamos tesoros aunque vivamos en pisos con poco espacio. Pero los libros no son solo emocionales. También son prácticos. Las librerías ayudan a amortiguar el alboroto de los vecinos, los volúmenes gordos sirven para elevar el ordenador portátil y no acabar de destrozarte la poca espalda recta que te queda. Se han visto libros calzando una mesa y haciendo de apoyo para sostener el móvil mientras alguien hace un Instagram Live. Resbala y cae. El móvil. 

Los libros no hacen ruido. Este Sant Jordi también se prevé bastante silencioso. Todavía tenemos que ir ordenados por el mundo. Algo menos que el año pasado, cuando lo lloramos cerrados en casa y se nos caía el techo encima, por más que hubiéramos podido oler una rosa. El año pasado, durante unos días, ni siquiera se habló de fútbol.

Natza Farré es periodista

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