"Sas cosas no son fáciles para nadie, dentro de ese iglú, tan descongelado, tanta longitud, tan lleno de finales, tan privado de ti", canta Antònia Font. ¡Qué don tiene Joan Miquel Oliver para crear imágenes, para sugerir estados de ánimos y para jugar con las palabras! Me resulta difícil encontrar una definición de la vida más sintética y ajustada que ese iglú tan lleno de finales.
Vamos haciendo años y cada vez cuesta más luchar contra esta sensación que todo el rato nos estamos despidiendo. De personas, de sitios, de experiencias. El tiempo pasa rabioso en dirección contraria y cada vez nos alejamos más de aquella persona que tenía un camino larguísimo delante, cuando todo eran descubiertas y posibilidades y comienzos y conocimientos.
Cuesta irse desprendiendo de las cosas, como si te fueras desnudando y dejando un rastro detrás. Pero –supongo que es ley de vida– al final te acabas acostumbrando. No diré que decir adiós acabe siendo fácil, pero nos vamos endureciendo –bien bien como las cicatrices van endureciendo la piel.
Hace poco murió una persona querida, una mujer que pasaba de los noventa. Al saberlo, pensé en el disgusto que tendrían sus amigas de toda la vida. Se lo pregunté a los hijos de una de estas amigas: ¿Cómo ha encajado la noticia, la madre? Después de un breve silencio lleno de contenido, recibí una respuesta que no esperaba. "Se limitó a decir: «Ve, ya era muy mayor»".
Los hijos reprodujeron la reacción de su madre –apenas un par de años más joven que la difunta– ciertamente estupefactos, pero con una sonrisa que se les escapaba por debajo de la nariz. Era difícil no ver la parte divertida: aquella mujer mayor, que ha vivido de todos los colores, aceptaba con naturalidad la muerte de su amiga y, por puro instinto de supervivencia, se distanciaba de ella. Que haya muerto ella no quiere decir que deba morirme yo.
Los finales –las despedidas– se van acumulando en nuestro inventario y, aunque todavía hagan daño, ya no nos desestabilizan. Lo aceptamos porque "es ley de vida", al igual que aceptamos que ya no podremos aprender a patinar sobre hielo, que ya no visitaremos Australia, que nunca nos enamoraremos. Todo acaba, incluso lo que pensábamos que duraría para siempre. Lo lamentamos, añadimos una cucharada más de tristeza y continuamos adelante.
Siempre me han desconcertado las personas que se marchan de los lugares sin decir adiós porque "odian las despedidas". Es evidente que no es agradable soltar lo que amamos, pero precisamente por eso a mí me hacen falta los rituales de despedida. A veces, cerrar etapas, dejar atrás un sitio, perder el contacto con alguien, hace que dejes de ser un poco la persona que eras. Y al mismo tiempo que dices adiós a lo que pierdes, debes reconocer a aquella nueva persona que serás sin lo que ha desaparecido de tu vida.
Entonces hacemos aquel ejercicio voluntarioso de pensar que los cambios suelen acabar trayendo cosas buenas. Que quizás era esto lo que tenía que pasar y es mejor así. Que todo ocurre por alguna razón. Pero al final ya tienes dentro un agujero que no tenías, que hace mayor el vacío que ya has ido acumulando. Esto, la vida es un lugar lleno de finales.