Vengo de una familia de pequeños campesinos, de charbonniers y de rabassaires. Esta actividad, de hecho, es la que permitió a mis tatarabuelos comprar esta pequeña propiedad, reconstruir una casa a partir de las cuatro piedras que quedaban y progresar o, como mínimo, subsistir.
Algunos de los campos que hoy todavía llamo son tierra ganada en el bosque. Lo cortaban para vender el carbón y la leña, arrancaban las rabazas a maquilladas, la artigaban, la nivelaban y, a cambio de este trabajo, obtenían unos ingresos que contribuían a saldar la deuda contraída por la compra de la propiedad y más derramas para cultivar. Era una cuestión de fe ciega en el posibilismo, en las propias capacidades y en la recompensa que ofrece el esfuerzo y el trabajo físico al que no dispone de otra herramienta para progresar en esta vida. Venimos de aquí y éste es su legado.
Estos campos todavía llevan el nombre de la Rabassada del Cuní, la de Mercader o la Rabassada grande de casa. Sí, más allá de los números de recinto, parcela y subparcela que les otorga el catastro, los campos tienen nombres y apellidos que a menudo explican bastante más que un simple 2:12:5.
Y supongo que de todo ese aroma de humo, sudor y leña me habrá quedado un poco de enganche a los genes, porque, a mí, el bosque me hace feliz. Me hace feliz estar y estar, claro, como a todo el mundo, pero sobre todo me hace feliz trabajar, cansarme y ver los resultados.
A ver, tampoco es nada del otro jueves; las cosas que tienen sentido suelen reportar ese tipo de honda felicidad que arraiga sobre la base de lo que somos. Y eso, o la dopamina que segregamos cuando hacemos esto, seguro tiene algo que ver con los engranajes evolutivos que hasta ahora nos han permitido seguir siendo.
Disculpen la excursión retórica de antropología barata, enseguida aterrizo los argumentos y vuelvo al prosaísmo al que aspira este artículo, pero es que a veces, con todo lo que tenemos en contra, conviene intentar entender cómo hemos llegado hasta aquí para no caer en la tentación de creer en los atajos que ruega la casualidad o en los mira.
El hecho de que actualmente en casa tengamos rebaño, es decir, un tipo de ganado estrechamente vinculado a la tierra, supone que de manera natural (quiero decir sin ningún plan de gestión aprobado por un técnico de la administración) muchos de los campos de alrededor sean prados, alfareras o forrajes, que son cultivos en los que al fuego no le gusta mucho, de franja de bosque con el sotobosque limpio, seguramente demasiado; sobrepastado incluso visto con criterios agroecológicos.
¿Y del resto del bosque qué hacemos? Pues, cuando podemos, abrimos pasos y hacemos franjas y claros con la idea de que, si no es apacentable, como mínimo, sea transitable para el rebaño. Y cada veinte o treinta años hacemos un aprovechamiento de madera o de leña, que antes nos hacíamos nosotros mismos porque teníamos el tiempo, el conocimiento y los recursos para hacerlo (me pagué el corral, yo, con una de estas actuaciones) pero que ahora, con el ritmo que impone el actual modelo de campesinado, deberemos hacerlo.
¿Y esto qué significa? Pues que, una vez hecho, apenas quedarán beneficios, y que los pocos beneficios que queden deberemos dedicarlos a dejar un bosque que no hace falta que sea un jardín, pero sí que como mínimo sea permeable al paso del rebaño, y que, por tanto, si lo hacemos, será más por responsabilidad, o por esa especie de huella genética de quien sabe que lo que sabe que pragmáticos que llevaron a nuestros tatarabuelos a hacerlo y que, en definitiva, nos han hecho ser quienes somos.
Calculo que somos la última generación que entenderá el bosque y todo su entorno de esta forma. Las generaciones que vengan, espero, por su bien, que encuentren un vínculo que les sea útil; útil para no extinguirse, quiero decir.
Y ya sé que la tentación es fuerte y todos nos vemos constantemente impelidos a opinar y tener un criterio formado sobre cualquier tema de actualidad. "Los fuegos se apagan en invierno", pueden decir ustedes mientras la cuñada se sirve el cuarto culito de ratafía durante la sobremesa del domingo, o "Lo necesario son más rebaños", pero les pido, por favor, que no conviertan eso que les acabo de contar en una suerte de tesis universal. Sobre todo porque el mío es sólo un caso particular que, a base de años, se ha amoldado a una realidad concretísima. Y, aunque el país es pequeño como una cabeza de cerilla, las realidades y las maneras de adaptarse a ellas son tan cambiantes y diversas como las azarosas formas de una llama justo antes de apagarse.
Es la gracia de las actividades vinculadas al entorno que, a base de vivir, o lo perpetúan o lo destruyen.