Igual que el covid-19, el cibercrimen parece que ha venido para quedarse. Quizás no podemos hablar de pandemia, pero sí de un nuevo tipo de delincuencia que crece como la espuma y que ya estamos viendo que puede afectar a todo el mundo. El caso de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) ha acabado de hacer evidente esta porosidad: cualquier negocio o institución, por pequeña que sea -incluso un particular-, puede ser víctima de un ataque, sobre todo del tipo ransomware, que son ahora los más habituales. Son los piratas del siglo XXI: no asaltan barcos, sino ordenadores, pero también piden rescates para liberarlos. Ransom en inglés quiere decir rescate. A estas alturas ya es un problema de vulnerabilidad global. Nadie se escapa de ello. La Interpol, que define la situación como “crítica”, está reclamando una estrategia mundial conjunta. Se calcula que cada día en el mundo se producen 1.500 ataques, y el ritmo no para de crecer. Parece que la mitad de víctimas acaban pagando, a pesar que la policía recomienda vivamente que no se haga porque la consecuencia lógica es que se refuerza la ciberdelincuencia y, además, nadie te garantiza que al cabo de un tiempo no vuelvas a sufrir un ataque; puedes haber reforzado tus sistemas de seguridad, pero también has mandado un mensaje de debilidad ante la extorsión. El camino correcto es la denuncia y actuar con celeridad a través de expertos dentro del sistema informático pirateado para minimizar los daños.
Lo que hasta ahora se ha demostrado muy difícil es la detección y captura de los delincuentes, la mayoría de los cuales actúan desde países de fuera de la UE con los que la colaboración policial es difícil. A menudo un ataque consta de diferentes actores situados en diferentes países y que trabajan en estructuras mafiosas. Además, cada vez son más sofisticados y están más preparados. Y buscan víctimas más lucrativas, como sería el caso de la UAB, atacada por el ransomware PYSA (Protect Your Sistem Amigo). De aquí la demanda de la Interpol de buscar la coordinación internacional. Una cooperación que también tendría que incluir el factor de las criptomonedas, que son la forma de pago habitual, difícil de rastrear. También aquí haría falta una regulación, nada sencilla. Los economistas expertos en este entorno creen, sin embargo, de nuevo, que el bitcoin y otras criptomonedas también han venido para quedarse a pesar del uso delictivo que se hace de ellas. El problema no sería tanto la moneda digital como el crimen, que siempre se reinventa. En todo caso, visto el crecimiento de las transacciones para rescates, es una cuestión que hay que abordar tanto sí como no. La lucha contra el ransomware se tiene que entregar, pues, sobre todo en el terreno tecnológico (tanto desde el campo policial, en la persecución de los ciberdelincuentes, como para mejorar la seguridad informática), sin olvidar el rastro criptomonetario.