Seis de cada diez maestros y profesores denuncian haber sido insultados y en algunos casos agredidos por alumnos, según una encuesta sindical.
Antes, en la escuela, la violencia se ejercía de arriba abajo, a base de jerarquía, obediencia, miedo al castigo como elemento de control escolar y sistema combinado de premios y castigos, incluidos los corporales, por lo que la bofetada del maestro era entendida, ya veces complementada, por la bofetada de casa. Toda la tribu consideraba que el principio de autoridad era sagrado.
Hoy, el bienestar emocional del alumno se ha puesto en el centro de las relaciones de los menores con los docentes, pero da igual, porque hay alumnos que entran en la escuela con la violencia de la exclusión social que perciben, o con la amenaza, el insulto y la fuerza física como forma de ganarse el respeto, y claro, con la violencia que es el reflejo de la que sufren en casa. El caso de los niños que lloraban cuando volvían a confinarlos sólo con pensar que tenían que volver a pasar el día en casa en vez de estar en la escuela es suficientemente explícito sobre el infierno a domicilio que les estaba esperando.
Al mismo tiempo, la falta de respeto va más allá de las clases sociales. Están los niños maleducados, sobreprotegidos, a los que no les falta de nada pero no lo saben, ni saben lo que cuesta ganárselo. Son los hijos de padres que no les riñen ni los corrigen porque, ahora, los que tienen miedo o pereza de ejercer la autoridad son esos padres. En la época de la prueba y error, y de la respuesta inmediata, estamos perdiendo de vista que educar quiere tiempo. La galleta que la dureza de la vida tiene preparada a estos niños es enorme, tan grande como la factura social que pagamos y pagaremos todos si no educamos en el esfuerzo y el respeto.