Pronunciar la frase del título está mal visto hoy en nuestro país. Vivimos en una sociedad progresivamente más permisiva donde, a medida que se extienden los derechos, los deberes tienen peor prensa, hasta el punto de que hablar del establecimiento de deberes a cumplir es visto como un retroceso.
Por tanto, un valor directamente vinculado a los deberes como es la autoridad se pierde. Hannah Arendt dijo que el síntoma que indica la profundidad de la crisis de autoridad del mundo moderno es su extensión “hacia áreas previas a la política, como la crianza y la educación de los niños, donde la autoridad en el sentido más amplio siempre se aceptó como un imperativo natural.” En nuestro entorno son muestras conceptos como “aprendizaje entre iguales”, evitaciones como el término “enseñanza” y cuestionamientos como el del papel del maestro como agente activo de transmisión del conocimiento. Han crecido las opciones pedagógicas (modelos familiares y escolares) que desean evitar las imposiciones. Ahorran normas de tal manera que tiene efectos en las casas y en las escuelas. En las familias, hay padres que no saben evitar que los hijos les maltraten porque tienen dudas sobre el papel de cada uno de los miembros en la relación familiar, fruto de la consideración igualitaria de todos, incompatible con la jerarquía, y de que el uso de la autoridad les genera culpabilidad. En los centros educativos rebajan la exigencia en proteger el ejercicio de la libertad. Los docentes se lamentan de haberse quedado sin una herramienta imprescindible para “poner orden y crear un clima positivo de convivencia que facilite el aprendizaje”, decía en este diario hace unos días la profesora Marta Sanahuja.
Más allá de permitir crear este clima, ¿es necesaria la autoridad en educación?
La educación es la formación integral de un individuo en el seno de una comunidad, e implica enseñar a vivir de forma digna y feliz. Por eso es la encargada de enseñar la autocontención de los impulsos. Quien no pueda acomodarlos a los dictados de la razón, nunca será capaz de hacer realidad sus proyectos ni de convivir felizmente en sociedad: le vencerán la pereza y la dispersión y no podrá ser cordial ni negociar. Por esta razón, los educadores, en primer lugar los padres, deben inculcar la importancia de moderar los deseos para conseguir ser feliz más adelante, y esto se hace gracias a la existencia e imposición de límites. La felicidad no se logra evitando los límites y obligaciones. Al contrario: cuando no hay, uno se encuentra sometido a deseos que se desbordan y así generan desasosiego y frustración. Educar bien implica asumir la responsabilidad de llevar al niño a ser capaz de distanciarse de lo que desea irreflexivamente ya evaluarlo, preguntándose si la satisfacción de un deseo aquí y ahora es lo mejor para él o debe renunciar -ahí. Quien educa debe enseñar al niño a orientarse conscientemente hacia lo que le conviene. En otras palabras, debe enseñarle a contenerse ya hacer renuncias y esfuerzos.
Esto es educar el carácter. Y esto es la educación moral, que tiene por objetivo hacer que cuando hagamos el bien (es decir, lo que nos conviene como individuos y como comunidad) nos sentimos bien, y que cuando hacemos daño no nos sentimos. Y ocurre que a un niño de corta edad a menudo no se le puede persuadir con argumentos de hacer lo que conviene, pero que no le apetece. Esto es así mal que nos pese. Y es que el niño pequeño todavía no se encuentra en un estadio de desarrollo que le permita valorar ciertos argumentos. Por eso la educación debe empezar con la formación de los hábitos a través de la obligación, para después, con el crecimiento, reforzar estos hábitos por medio de las razones.
¿Cómo es posible realizar esta formación si el adulto y el niño son iguales, si los adultos no quieren o no pueden imponer obligaciones? Cuando el niño tenga la razón suficientemente desarrollada podrá reconocer la autoridad moral, que encontrará en aquellos que tengan las virtudes que él quiera alcanzar. Pero hasta entonces debe recibir una educación basada en un modelado de los hábitos. Y este modelado tendrá que ir ligado, necesariamente, a ciertas restricciones e imposiciones de deberes (autoridad) que hará falta que hagan los adultos que le rodean para protegerlo. Y es que la autoridad es un imperativo natural que sirve para proteger al niño mientras no pueda protegerse y conducirse a sí mismo a través de sus propias decisiones razonables.
Éste es el objetivo: la autonomía, el autogobierno. Se llega a través de la heteronomía, el gobierno de los demás. Muy pronto hay que educar el razonamiento para que el niño pueda orientar sus decisiones de manera sensata sin necesidad de imponerse sobre él, y eso deben hacerlo personas que, gracias a la formación de su propio carácter moral, tengan las virtudes que los niños tengan que adquirir. Son necesarios, por tanto, educadores que, debido a sus virtudes, sean referentes para los niños. De esta forma, será posible sustituir la autoridad impuesta por la autoridad moral.
Por otra parte, también ocurre que, cuando se le educa con constricciones y normas, el niño aprende a reaccionar contra la imposición. Esto es bueno, lo necesitará para tener más adelante una vida digna. ¿Y cómo podría aprender a reaccionar contra una imposición alguien que nunca hubiera enfrentado a ninguna? Más bien se convertiría en una persona anómica. O en alguien que, sin criterios para hacerlo bien, dijera: “Aquí mando yo”.
Revistiéndonos de una autoridad sensata ayudamos a forjar el carácter a través de los buenos hábitos, dando así a los niños la oportunidad de crecer individualmente y en sociedad.
Siendo tan importante la autoridad para la educación, es necesario que las familias, con serenidad y respeto, la sepamos sostener, y que los centros educativos puedan mantenerla.