Hace unos días Marta Sanahuja publicaba en este diario un artículo titulado Profesorado y autoridad: ¿un cambio social?, donde señalaba las dificultades en el entorno de aprendizaje –problemas de conducta, gamificación del aula, etc.– como posibles explicaciones del desastre de PISA. Esta reflexión sobre los problemas de los ciclos formativos de primaria y secundaria debería ampliarse al entorno universitario, donde –pero no por las mismas razones– las disfunciones empiezan a ser también patentes.
Aunque en la enseñanza universitaria los problemas de conducta son absolutamente minoritarios, encontramos a otros igualmente perturbadores para el aprendizaje. Me centraré sólo en dos cuestiones que detecto actualmente desde mi experiencia de más de cuarenta años como docente. Pero quiero dejar claro que hablaré de un tipo de alumnado que no es la totalidad del grupo. He tenido y tengo excelentes alumnos –aunque tengo la sensación de que el porcentaje de excelencia va de baja– a los que esto no se aplica y que hacen una magnífica tarea, a veces en penosas condiciones sociales y laborales. Los dos puntos que me preocupan (entre otros) son la infantilización y gamificación de los métodos de enseñanza y de las pruebas de evaluación, y la dificultad del alumnado para leer e interpretar textos complejos.
Si bien en el caso del alumnado universitario, que suele llegar a las aulas ya mayor de edad, la injerencia de los padres en el proceso educativo es mínima, detectamos un pequeño aumento de situaciones heredadas del ciclo de secundaria: padres y madres que acompañan a sus hijos a una revisión de examen o que les hacen los trámites burocráticos de la matrícula, por ejemplo. Todo esto, especialmente visible en el primer curso, infantiliza a estos alumnos, les dificulta la toma de decisiones individuales, los hace menos responsables ante los conflictos y menos resistentes a las frustraciones. Además, la gamificación también llega al mundo universitario, donde cada vez más debemos “entretener” al alumnado. Ya es impensable una clase sin presentación en PowerPoint o cualquier otro tipo de soporte que simule una pantalla, que se ha convertido en el entorno natural del alumnado. Hace muchos años un profesor nos dijo “el método audiovisual soy yo. ¿Verdad que me ve y me oye?”. Hoy las clases de ese gran maestro serían imposibles. Por otro lado, las nuevas tecnologías, las herramientas de los campus virtuales, por ejemplo, rellenan el clavo y nos abocan a base de proponer pequeños tests competitivos en tono de juego que entretienen mucho al personal pero que son completamente insuficientes como herramienta de evaluación.
Sin embargo, me parece más grave la segunda cuestión, la dificultad para leer e interpretar textos complejos. El Manifiesto de Liubliana, de octubre de 2023, firmado, entre otros, por Margaret Atwood, es un toque de alerta sobre este problema. Cito una frase: “La lectura de nivel superior es la herramienta más poderosa que tenemos para desarrollar el pensamiento analítico y estratégico”. Desde mi perspectiva de docente de literatura la pérdida de esta herramienta de libertad que es la lectura profunda y crítica me estremece y me hace pensar lo que debe estar pasando a facultades donde no se supone, como a la nuestra, que a el alumnado le gusta leer. En primer lugar, existe un problema de falta de concentración, parcialmente atribuible al uso constante de las pantallas, que es incompatible con la lectura tal y como la conocíamos. ¿Cómo leen mis alumnos, incluso los buenos, una novela del siglo XIX, por ejemplo? Pues en ocasiones en el mismo móvil, en tandas de media hora marcadas por el trayecto de metro o entre clase y clase. Esta forma de leer rompe el ritmo interno de los largos capítulos y cuando se ponen de nuevo han perdido el hilo, no entienden nada y, lógicamente, no les gusta el texto. Cuando les digo que aquellos textos fueron pensados para leer dos horas seguidas con una copa de vino de Oporto o una taza de té al lado se azoran y dicen que ellos no tienen dos horas seguidas para leer porque entre las redes sociales, estudio básico, las clases y los traslados no les queda tiempo. Por otro lado, si no leen su vocabulario se empobrece y cuando chocan con un texto complejo no lo entienden ni pueden interpretarlo correctamente porque tienen problemas con los registros lingüísticos cultos, por ejemplo el de un texto académico, y también con los referentes culturales con los que trabajan estos textos.
¿Soluciones? Ya me gustaría tenerlos. Sólo puedo compartir la mía: no preparar las clases de un arañazo, no ceder a las presiones facilitadoras y, sobre todo, tratar de conservar la autoridad intelectual, porque un profesor de universidad no necesita la potestas, pero sí, y cada vez más, elauctoritas, es decir que me consideren un referente lo suficientemente válido para tener en cuenta lo que les digo y tratar de contagiarles la felicidad que a mí me ha proporcionado toda una vida de lectura.