La concentración en la sede del PSOE con ministros cantando “¡Sánchez, quédate!” y los manifiestos contra el colpismo mediático y judicial son, en el mejor de los casos, una ingenuidad. Porque, contemplados fríamente, incomodan: ¿es que el PSOE se acaba de enterar ahora y no se había dado cuenta antes de cuáles son los fundamentos de la democracia en España?
En 1981, el presidente Suárez dimitió porque no quería "que el sistema democrático de convivencia" fuera, de nuevo, "un paréntesis en la historia de España". En los noventa, un grupo de periodistas autodenominados "sindicato del crimen" publicaron episodios del terrorismo de estado contra ETA. Luis María Ansón admitió que había que "acabar con Felipe González" y que "se llegó a tal extremo que, en muchos momentos, se frotó la estabilidad del propio Estado, pero era la única forma de sacarlo de ahí”.
Este siglo hemos oído a cargos del PP hablando de "fiscales de confianza" (Sánchez Camacho) y diciendo "la Fiscalía te lo afina" (Fernández Díaz) y "controlaremos la sala segunda del Supremo por detrás" (Cosidó). Y hemos visto al gobierno español del propio Sánchez justificando el espionaje telefónico de independentistas catalanes.
O sea, que podemos reflexionar sobre prácticas universales como la destrucción de reputaciones o la difusión masiva del odio y las mentiras en las redes. Pero en el fondo del drama personal de Sánchez hay un dramático episodio nacional: en España la derecha ganó la Guerra Civil y gobernó 40 años. La dictadura se hizo suceder por la monarquía. Son gente que sabe cómo hacer valer sus intereses. Sin tapujos: manda la derecha aunque gobierne el PSOE. Y el PSOE pensaba que estaba a salvo porque lo llamaban “partido de estado”. O quizás ya le iba bien así.