La decisión de ampliar el aeropuerto de Barcelona es un ejemplo perfecto de los valores que defiende una mentalidad anclada en el pasado. De un modelo neoliberal que corresponde a las necesidades colectivas de un cierto momento de la historia, pero que es incapaz de evolucionar para adaptarse a las necesidades que exige el presente. Como pasa siempre, los sectores socialmente y económicamente dominantes no quieren que cambie nada, porque la situación establecida les es favorable. Como mucho llegan a aquel principio de “que cambie todo para que no cambie nada”, es decir, a un camuflaje verbal que adopta expresiones nuevas, para parecer modernos, pero que esconde intenciones viejas. Se trata, evidentemente, de hacer que siga la fiesta, que nadie pretenda estropearnos el negocio.
Seguimos, por un momento, la lógica que nos ha llevado hasta aquí. En la etapa preburguesa, la aristocracia era ama de todo y no quería que cambiara nada. Bloqueaba, entre otras cosas, cualquier adelanto científico, por miedo a perder poder. Las revoluciones burguesas, en sus diversas formas, abrieron un potencial inmenso; la explotación intensiva de la tierra, la industria, la libertad individual para poder inventar, innovar, ganar dinero; y esto permitió, con luchas y dificultades, ciertamente, un aumento del nivel de vida de la población. “Dejadme enriquecer, porque así nos irá mejor a todos. Y si me ponéis trabas, todos perdemos”. De aquí el éxito, la idea de progreso. Una mentalidad que comportó la posibilidad de explotar mucho más los recursos naturales, incluyendo los humanos; de matar a los animales que nos molestaban, desviar los ríos a conveniencia o talar los bosques. Todo era progresista, porque implicaba a la vez más bienestar, un crecimiento de población y un alargamiento de la vida humana.
Pero los procesos no pueden ir siempre en una dirección lineal, y hay que saber cuando es necesario cambiar de rumbo. La acción y la mentalidad liberal y neoliberal, a medida que ha aumentado la potencia de construcción y destrucción de los humanos, se ha convertido en un peligro de primer orden. Se han intentado negar los desastres naturales, la desaparición de especies y, por lo tanto, la disminución de la diversidad, los efectos negativos de la contaminación sobre la salud. Se utiliza todavía el viejo argumento: quien se oponga al cambio es un retrógrado; se opone al progreso. Un progreso que ahora destruye más de lo que aporta: a finales de julio ya hemos consumido mundialmente todos los recursos que la naturaleza puede renovar este año, de forma que andamos hacia un empobrecimiento absoluto.
Esta sobreexplotación de los recursos a la que estamos asistiendo no beneficia por igual a todo el mundo, evidentemente. La acumulación de riqueza en pocas manos, a escala mundial, se acelera de una manera brutal. Pero buena parte de la población es cómplice, porque ha conseguido tener un coche, ir de vacaciones, enviar su hija a la universidad. Parece que todo esto va siendo más difícil, con las crisis económicas, pero entonces se usa un argumento todavía más potente: ante la escasez de trabajo, ¡el espejismo de la creación de puestos de trabajo! Si mañana alguien propusiera cortar todos los árboles de Catalunya y dar trabajo a todo el mundo, probablemente mucha gente aplaudiría. Aunque supiéramos que, un año después, no quedaría nadie para explicarlo.
Hay que cambiar de modelo ya, y lo sabemos bien. Pero se hace difícil, y más cuando quien tiene que dar el ejemplo se emperra en seguir en el pasado. Hay que restringir el uso de los coches, y en muchas ciudades del mundo se está intentando, entre las críticas de personas que consideran que tienen derecho a usar el coche donde quieran, pase lo que pase. Pero ¿cómo se puede pedir esta restricción cuando, de golpe, los gobiernos proyectan enviar a la atmósfera una contaminación mucho más brutal, la que provoca la aviación? Hay que gestionar el turismo de forma que Barcelona sea una ciudad para los que vivimos aquí, no un parque temático, pero, ¿cómo lo podemos hacer cuando se nos propone aumentar el número de turistas hasta 20 millones más? Hay que diversificar la producción de la ciudad, rehacer determinadas industrias, no fiarlo todo a unos visitantes que, como hemos visto, pueden desaparecer en cualquier momento. Pero, ¿por qué queremos cambios si todavía podemos exprimir más la gallina de los huevos de oro?
Y el otro argumento de siempre: tenemos que ser competitivos, estar entre las ciudades más glamurosas del mundo. Las grandes ciudades cargadas de contaminación ya no son atractivas, sobre todo si podemos trabajar desde casa. Ya en los ochenta vimos que, ante la alternativa de vivir en el centro o en las afueras, la mayoría de la gente prefería alejarse. La competición para ser más contaminadas, más incómodas y más estresantes se tiene que dejar atrás. Si queremos que Barcelona y Catalunya sean lugares de referencia para mañana, hay que inventar un país tranquilo, verde, culto, saludable, diverso, donde se viva bien. Este será el nuevo escenario de excelencia, el nuevo progresismo, si podemos hacer retroceder la zarpa potente de un capital que no tiene nunca suficiente.