El rey Baltasar de la cabalgata de hace dos años en Girona todavía estaba pintado de negro.
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El viernes, los Reyes Magos llegaron entre muestras de racismo por parte de algunos ayuntamientos. El más abultado era el de Madrid, que puso en circulación un vídeo con un rey Baltasar que era un actor blanco con la cara embutumada, impostando un supuesto acento negro (uno blackface, por decirlo con el anglicismo). En la villa mallorquina de Bunyola, el Ayuntamiento publicó en redes un cartel —que borró a las pocas horas— donde aparecían dibujados tres Reyes Magos, pero los tres de piel blanca. Ocurrió lo mismo con otro cartel publicado por el Ayuntamiento de la ciudad extremeña de Cáceres, en la que ninguno de los tres Reyes representados era negro. El mismo día sonaban de fondo las bravatas con las que el dirigente de Vox Ortega Smith, un individuo que suele acusar a sus adversarios políticos de racismo y xenofobia, se negaba a disculparse por haber agredido al concejal de Más Madrid Eduardo Fernández Rubiño, en el propio Ayuntamiento de Madrid.

De hecho, los tres consistorios mencionados son gobernados por el PP, un partido que tiene un gen supremacista en su ADN (la parte nacionalcatólica de sus fundamentos ideológicos) y que ahora dispone del pretexto de la presión de Vox para sacarlo a pasear sin demasiados miramientos. Los casos mencionados son anécdotas que, a pesar de serlo, o precisamente porque lo son, ilustran bien cómo está clavada el pincho de la inmigración y el racismo en el debate público. Un pincho encarnado en los discursos de todos los partidos políticos, pero en particular de los de la derecha, porque les ofrece un altavoz demagógico tentadoramente fácil para captar votos, y porque son los primeros en verse afectados por la influencia de la extrema derecha. Hasta ahora, la tendencia de la derecha digamos tradicional, y de buena parte del centroizquierda, es afirmar que pretenden detener la extrema derecha por la curiosa vía de asumir como propios los postulados de la misma extrema derecha.

Es así que hemos visto endurecerse recientemente la legislación francesa, y la de la Unión Europea, sobre migración, hasta extremos que previsiblemente resultarán de lesa humanidad en su aplicación. Macron tiene como excusa la necesidad de detener a Marine Le Pen, y Bruselas aduce que hay que neutralizar Hungría (y salir al paso de otros estados miembros, como España, en los que la extrema derecha ha adquirido un peso determinante en la configuración del discurso político). El PP se adapta sin demasiado problema a la radicalización, mientras los gobiernos progresistas de Pedro Sánchez arrastran vergüenzas como la matanza de Melilla o los infames centros de internamiento de extranjeros. Juntos, por su parte, ha anunciado, desde su sectorial de migración, un cónclave para definir su postura al respecto. Es de prever que se debatirá la capacidad de la formación de captar voto entre los recién llegados, pero también la de disputar a la racista Aliança Catalana. Habrá que estar atentos para ver hacia dónde se decantan los postconvergentes. De momento, la tendencia general en la discusión sobre migración apunta a roer carbón durante todo el año.

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