En una conversación en el ARA, a propósito de la prohibición del móvil en las escuelas, el psicólogo Jaume Funes le decía a Laura Saula que"los padres han convertido el aparato en el problema, cuando lo que deberían ver es que, desde pequeño, su hijo ya tiene un universo digital". Ella constataba que "enseñar a un adolescente sobre el uso del móvil no es fácil", y él le replicaba que "tener conflictos con los adolescentes es inevitable" y que "a partir de ahí, con ellos treinta segundos y que tendremos que volver a pactar y, seguramente, nos pelearemos".
Para mí, el tiempo total de vida que dedicamos al móvil es excesivo. También me parecería excesivo si dedicáramos ese tiempo (¿tres horas diarias?) a comer caviar, leer o hacer deporte. whatsapps clandestinos durante la clase aburrida eran a base de notas que nos enviábamos bajo mano. Yo me pasaba el día amorrada en el teléfono hablando con mi amigo David, entre gritos de mamá, que repetía: "¡Colga!", y yo que hacía ver que había llamado él. "¿Pero qué hay que deciros, si se ha visto hace diez minutos?", preguntaba. Tales como, de diferente forma.
Hay una diferencia fundamental, sin embargo, hoy. Los adultos que consideran que se debe prohibir el móvil en la escuela no paran de utilizar el móvil. Se levantan y ya juegan en el casino online. Allí donde nosotros leíamos (el inodoro, el tren, un bar), ellos miran el móvil. En las cenas, cuando la conversación languidece, sacan el móvil. Antes, estos adultos lo hacían con vergüenza, pidiendo perdón "porque era de trabajo" o "urgente". Ahora no. Ahora en las cenas, reuniones, tertulias de la tele, puestos de trabajo, hay una impunidad, una costumbre triste y desacomplejada a la hora de sacar el móvil. Cuando oigo esto, que los niños y jóvenes no tendrán móvil, me pregunto si los adultos harán igual. Hace mucho tiempo que no como con alguien que considere que el centro de atención soy yo y que, por tanto, hablará conmigo. Ni me acuerdo.