El nacionalismo español da por sentado que España es una realidad eviterna, es decir, que tuvo principio pero que no tendrá fin. Esto hace que la idea de España incurra en recurrencias, hechos que se repiten fatalmente hasta que acaban convirtiéndose en anomalías que condicionan todo lo demás. Son hechos de peso, que deberían ser tenidos en cuenta previamente a cualquier análisis de la vida pública del país. Sucede lo contrario: son incorporados dentro de la normalidad, hasta que se llega a hacer abstracción y parece que no estén.
Por ejemplo, que el rey Juan Carlos, que fue jefe del Estado durante una cuarentena larga de años, haya cometido delitos fiscales que han sido probados y que nunca haya tenido que responder ante la justicia. Por si fuera poco, hace años que huyó del estado español y fijó su residencia en los Emiratos Árabes, una monarquía absoluta que propugna el fundamentalismo religioso, en la que no tienen cabida ni los derechos humanos ni la democracia (los defensores de Juan Carlos suelen afirmar que los súbditos españoles "le debemos la democracia": las democracias no son generosos regalos un monarca, sino lentas y difíciles conquistas de los ciudadanos). La Corona española ha tratado de sortear el impacto de estos hechos sometiendo a Juan Carlos a una especie de aislamiento y promoviendo las figuras de Felipe VI (convertido en rey del nacionalismo español desde el 3 de octubre del 2017), y de la su hija Leonor como figuras de presente y futuro.
En eso están, y por eso es relevante que un grupo de juristas y exmagistrados progresistas presenten una querella contra Juan Carlos, aunque sea como forma de subrayar la anomalía. Al mismo tiempo, además, apuntan otra, que también debería ser destacada siempre antes de cualquier otra consideración: la descarada parcialidad de buena parte de la magistratura española a favor de ese nacionalismo esencialista y reaccionario. Tan descarada que llega al punto de rodear al fiscal general del estado bajo acusaciones de revelación de secretos (con descalificaciones del Tribunal Supremo y de la Guardia Civil contra el fiscal, algo inédito), ocultando o dejando de lado que de lo que se trata es de otro delincuente fiscal, confeso, que además es la pareja de una presidenta de la Comunidad de Madrid que hace honor a la tradición de corrupción que adorna esta presidencia.
Otra recurrencia es el desprecio hacia aquellos países o naciones que el nacionalismo español, desde una burrera contumaz, percibe como inferiores. Es el caso de Uganda, que ahora ha vuelto a ser denostada (junto a Namibia, Albania y Finlandia; véase lo que dice Antoni Bassas) por otro querido líder de la indivisible nación española, Florentino Pérez. Esto ocurre doce años que, de forma igualmente gratuita, el misterioso M. Rajoy menospreciara también a Uganda en un mensaje al entonces ministro de Economía, Luis de Guindos, durante las negociaciones del rescate bancario de España: “Aguanta, Luis, somos la cuarta potencia de Europa, España no es Uganda”. No, no es Uganda: España es lo que es.