Una semana antes de la conmemoración del día de Nakba, el gobierno de Israel anunció una nueva ofensiva terrestre en Gaza para establecer una presencia sostenida. No es una coincidencia ni una decisión puramente estratégica. Es un gesto deliberado. Una afirmación de continuidad con el proyecto político que en 1948 desplazó forzosamente a más de 700.000 palestinos para fundar el estado de Israel sobre las ruinas.
Nakba –que significa catástrofe– no es sólo una fecha histórica. Es una estructura persistente. Lo que se vive hoy en Gaza es la expresión más brutal de esta lógica: más de 52.000 personas han sido asesinadas, en su mayoría civiles. Israel ha impuesto un asedio total –sin alimentos, combustible ni atención médica–, ha destruido hospitales y ha obligado a la población a desplazarse una y otra vez. Ahora se anuncia además una ocupación prolongada del territorio. El objetivo no está oculto: rediseñar Gaza sin la población.
Este patrón no es nuevo. En los territorios ocupados, en Jerusalén Este o dentro del mismo estado de Israel, el pueblo palestino está sometido a un sistema que combina apartheid legal, violencia cotidiana y desposesión continua. Incluso los palestinos con ciudadanía israelí –los llamados palestinos del 48– viven bajo leyes discriminatorias, con desigual acceso a servicios y vigilancia sistemática. La ley del estado nación de 2018 dejó claro que sólo el pueblo judío tiene derecho a la autodeterminación.
Lo más inquietante es que todo esto ocurre con complicidad internacional. Estados Unidos sigue enviando armas y vetando resoluciones a la ONU. La Unión Europea mantiene relaciones económicas y diplomáticas con Israel mientras relativiza los crímenes en Gaza. Varias empresas que utilizamos cada día –Google, Amazon, HP o Airbnb– colaboran activamente con el régimen de empleo o se benefician de ello. Sin soporte externo, este proyecto no podría sostenerse.
Gaza no es la única herida abierta. El genocidio en curso en Sudán o el conflicto en la República Democrática del Congo muestran otras formas de deshumanización sistemática que también quedan silenciadas. Las causas son distintas, pero el resultado es el mismo: millones de vidas prescindibles, convertidas en nota al pie de nuestra comodidad.
Ante todo esto, hay una manera clara de actuar. Exigir a nuestros gobiernos el fin de la complicidad. Romper relaciones institucionales y comerciales con el apartheid. Boicotear a quienes se benefician de la violencia. No es casualidad que en Estados Unidos se impulse una ley para penalizar aún más a los boicots contra países amigos, con Israel al frente. Lo que se criminaliza es la eficacia de nuestra acción colectiva.
Conmemorar a Nakba no es mirar el pasado. Es reconocer el presente. Y decidir si callamos –otra vez– o actuamos.