Es notorio que en todo el mundo avanzado existe una verdadera y generalizada preocupación por el mantenimiento de la cohesión en sociedades tan diversas y cambiantes como las actuales. Es una preocupación que suele hacer hincapié en la necesidad de combatir la desigualdad y toda forma de discriminación y de pobreza. Sin embargo, soy a juicio que la cohesión social entendida como lucha a favor de la equidad no garantiza la resolución del gran problema que va implícito: el del vínculo social. Es decir, la equidad no asegura el vínculo indispensable para contar con los individuos solidarios y comprometidos con su sociedad y que deben facilitar su prosperidad y bienestar colectivo.
Es en esta línea de reflexión que me ha parecido muy interesante la metáfora que describe el debilitamiento del vínculo social y que ha sido utilizada por Jérôme Fourquet, analista político francés del Instituto Fançais de Opinion Publique (IFOP) . En una reciente entrevista a Marianne (28 de octubre), Fourquet afirma que la Francia actual es una sociedad hidropónica. La hidroponía –o hidrocultivo– es el método de cultivo de plantas sin tierra que utiliza sólo agua y nutrientes minerales. Según el analista, Francia sería una sociedad sin raíces, instalada en una especie de realidad artificial sin los anclajes profundos que habían nutrido su cultura.
Lo que dice Fourquet para Francia puede decirse de todas las sociedades occidentales y, claro, de la catalana. Sólo añadiría, por no participar en visiones apocalípticas, que si bien la hidroponía es una realidad creciente en todas partes, al mismo tiempo hay suficiente evidencia de la fuerza de las resistencias que se oponen. Aquí, y sin voluntad de hacer ahora ningún inventario, en una misma semana hemos visto, por un lado, la extraordinaria la capacidad de reacción de un voluntariado solidario frente a las graves rieradas en Valencia. Y por otra, hemos vuelto a comprobar la enorme potencia y resiliencia que tiene el asociacionismo cultural en los Països Catalans, bien expresado el pasado sábado en Lleida en la entrega de los premios anuales que otorga el ENS, que agrupa a las muchas federaciones, que representan a decenas y decenas de miles de miembros activos. Un asociacionismo que si algo le caracteriza no son sólo sus raíces, sino la capacidad de arraigar a los que participan.
La cuestión, sin embargo, es saber cuál es la magnitud del proceso de desvinculación y las consecuencias sociales, culturales y políticas a las que nos aboca. Y lo es porque cada vez hay más voces calificadas que explican victorias como las de Donald Trump o los avances de la extrema derecha en Europa por los sentimientos de inseguridad y de miedo, el abandono que siente el ciudadano de las instituciones políticas y la desconfianza que se deriva, o el resentimiento que nace por la falta de reconocimiento, todo a causa de esta crisis del vínculo social.
La extensión del desarraigo es fácil de constatar. En el ámbito escolar, con la creciente desaparición de la transmisión de una cultura básica común a los currículums escolares. En el demográfico, con cifras en Cataluña de un 40% de población censada que no ha nacido, sumada a los nuevos flujos de población pasavolante, indiferente sino hostil en el territorio que ocupan y en la lengua que se habla. En lo cultural y festivo, con ejemplos de celebración comercial tan desarraigada y americanizada como el Halloween. Y, por no decir más, en el comunicativo, con la desterritorialización de unas redes de relación social extremadamente inestables y anonimizadas. Es decir, enseñanzas, personas, fiestas y redes que no tienen necesidad de establecer compromisos de lealtad nacional.
No digo, en definitiva, que no haya que combatir la desigualdad, la discriminación o la pobreza, obviamente. Digo que es notoriamente insuficiente. Hay países muy avanzados en estos combates que siempre habíamos admirado –el norte culto, feliz y libre del poeta– que no se sustraen del debilitamiento del vínculo y sus consecuencias. Incluso, y en sentido contrario, es precisamente la crisis del vínculo social lo que hace retroceder en combates anteriormente ganados en favor de los avances sociales.
Todas las luchas sociales, en cualquier terreno y por universales que sean los propósitos finales –de las feministas a las educativas o las climáticas–, deberían construirse arraigando en la sociedad para la que trabajan, empezando por el respeto a la lengua propia del país. Todo objetivo de cohesión debería dejar claro que sin sacrificio individual no puede mejorarse el bienestar general. Y es así porque la cohesión también lleva asociados deberes de arraigo y lealtad. Es el vínculo social el que puede ofrecer una valiosa promesa de futuro colectivo.