No, no son guerras generacionales

Vladimir Putin y Xi Jinping este miércoles en Pekín.
07/11/2025
3 min

Entre los poderosos se habla abiertamente de derrotar al envejecimiento. Detener el reloj para apuntalar las jerarquías establecidas y vivir como si la vida misma no tuviera límites biológicos. La voluntad de estar en mayúsculas para no irse nunca, el yo llevado al extremo que desafía incluso a la muerte. Aquí se enmarca la conversación entre Xi y Putin, captada en la plaza de Tiananmen por un micrófono abierto, en que se animaban a vivir para siempre, o al menos ciento cincuenta años, a base de trasplantes de órganos. La realidad cada vez se parece más a una película distópica de serie B. Pero la megalomanía asociada a la longevidad –un eufemismo que a menudo se emplea por no decir inmortalidad– no es propia sólo de autócratas, sino un rasgo distintivo de estatus que empieza a tener más importancia que el dinero entre los ricos y poderosos de todas partes. Una longevidad que evidentemente no se compra para realizar aportaciones desinteresadas a la sociedad sino que, en la mayoría de los casos, sirve para seguir disfrutando de la adrenalina del poder, la fama, la victoria sobre todos para continuar sine die en lo alto de la pirámide.

He aquí, pues, otra derivada perversa del presentismo reinante, que elimina la naturaleza histórica del presente y que acaba no sólo por borrar el pasado, sino también por minar la posibilidad de pensar un futuro alternativo, distinto a este presente regido por una competición totalizante, inmediata, insaciable y que se atreve a negar incluso lo que nos iguala a todos: la muerte. Es la voluntad de poder profundamente antihumanista de un individualismo que desafía a todos los límites. Un marco de pensamiento que niega la vejez como hecho biológico, y que niega también la vejez como responsabilidad social a proteger en nombre del bien común, propugnando una reforma de las pensiones a la baja.

Me refiero al discurso de algunos jóvenes influencers ultraliberales que acusan a los pensionistas "de improductivos egoístas que viven del dinero de los demás". Un discurso sumamente peligroso porque, más allá de alimentar el viejo sueño neoliberal de privatizar las pensiones, niega a la vejez el derecho de vivir protegida de las dinámicas del capitalismo contemporáneo, mostrando así un desprecio ya no a las personas mayores sino a la posibilidad de tener, en nombre del bien común, vidas protegidas de este darwinismo totalizante. No es sorprendente, pues, que los influencers que defienden este edadismo antipensionista adoren a los diplodocus del poder que quieren vivir para siempre.

Son las caras de una misma moneda: bros juniors y seniors que abrazan una megalomanía primaria y patriarcal que tiene la osadía de disfrazarse de progreso. Uno progreso liderado por líderes mesiánicos que en muchos casos ya dan el planeta Tierra por amortizado. Reaccionarios que no creen en la democracia sino en castas corporativas gobernantes, y que, más que guiarnos hacia el futuro, nos devuelven hacia un oscurantismo premoderno entre mesiánico, autoritario y new age. Señores mayores que se rebelan contra la biología con dos cojones y Viagra si es necesario, con tratamientos carísimos de rejuvenecimiento, conwellness y Ozempic al ancho. Y los bros jóvenes que quieren emularlos alimentan guerras generacionales para continuar deteriorando el bien común, escondiendo, al mismo tiempo, las causas reales que alimentan la creciente desigualdad generacional. Porque estas causas nada tienen que ver con la existencia de las pensiones, sino con la importancia creciente del capital especulativo y con la destrucción progresiva de una economía productiva cada vez menos estructurada en torno a convenios colectivos. Es decir, no son ya los salarios, sino la tenencia de propiedad, lo que marca la diferencia entre la precariedad y la estabilidad existencial. Una precariedad que afecta obviamente más a los jóvenes, que sufren tanto por los contratos precarios como por el acceso a la vivienda.

Esta desigualdad y falta de futuro genera una lógica rabia generacional que algunos aprovechan para seguir deshilachando el tejido social buscando también enemigos interiores culpándoles de la decadencia moral que ellos mismos generan. Y afirman que la desintegración social no tiene nada que ver con la destrucción del bien común, sino con una supuesta conjura izquierdista woke-bonista-feminista de jóvenes lunáticos y consentidos que destruyen los valores tradicionales, y con inmigrantes que aspiran a sustituir nuestra cultura por la suya. Se trata de señalar enemigos interiores, que las generaciones se peleen entre ellas y mientras tanto los poderosos puedan seguir cortando el bacalao buscando el elixir de la inmortalidad, y sobre todo haciendo lo que les rote, que por eso existe la libertad.

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