

Definitivamente parece que hemos entrado en un nuevo mundo. Más duro, más práctico, más realista. El mundo de la segunda posguerra se está terminando abruptamente. La nueva administración estadounidense es el principal actor de este cambio. Competencia y seguridad son las renovadas palabras clave. Esto implica cambios importantes no sólo en lo que ocurre, sino en cómo pensamos lo que ocurre. Este artículo se centra en el primer aspecto.
Ya no estamos en tiempos de un contraste entre los estados de dos bloques contrapuestos, sino en el del contraste entre tres imperios (EEUU, China y Rusia) y algunos actores más secundarios (UE, India o Turquía, entre otros). Y sabemos que el comportamiento de los imperios no es asimilable al de los estados. Los imperios son otra cosa. Desde el primer imperio conocido, el de los accadis de finales del tercer milenio antes de nuestra era (Sargó I), pasando por los asirios, persas, romanos, partos, bizantinos, árabes, mongoles, turcos, etc., hasta llegar al gran juego del siglo XIX entre Rusia y Gran Bretaña por la hegemonía asiática, en las dos guerras mundiales más la Guerra Fría y el resurgimiento chino de las últimas décadas del siglo XX, los intereses políticos, económicos, militares y territoriales de los imperios, cuando existen, se imponen sobre los del resto de actores.
De hecho, la administración americana está corrigiendo los errores de cálculo cometidos por administraciones anteriores desde los años noventa, cuando después de que EEUU ganara la Guerra Fría en la URSS se creyó lo suficientemente fuerte para ganar también la posguerra (expansión de la OTAN, etc.). El derrumbe de la URSS y una Rusia muy debilitada liderada por Yeltsin parecían avalarlo. Con Putin las cosas cambiaron. Durante unos años (principios del siglo XXI), Putin trató de aproximarse a Occidente en términos más cooperativos que de competencia, pero la estrategia occidental le cerró la puerta despectivamente. Después de advertirlo más de una y dos veces, la reacción rusa llegó a partir del año 2014 en forma de invasión de Crimea y posteriormente de los territorios ucranianos pro-rusos del Donbás.
Sin embargo, la guerra subsiguiente (2022) ha mostrado cómo la renovada megalomanía de recuperación imperial rusa no era proporcional a sus posibilidades militares reales. Esto fue una sorpresa. La resistencia ucraniana con la ayuda occidental ha sido admirable. Aún lo es. Sin embargo, la administración Trump ha cambiado las reglas del juego, dejando de repente la Unión Europea en fuera de juego, sacudiendo el tablero de juego de la geopolítica del planeta.
En contra de lo que se publica, creo que con más alegría que rigor, ni Ucrania es asimilable a los Sudetes de 1938 (Hitler-Chamberlain-Daladier), ni parece que Ucrania corra el riesgo de convertirse en una nueva Bielorrusia. Hoy todo está mucho más trabado internacionalmente.
Visto con perspectiva histórica, sabemos que para que haya una unificación política efectiva es necesario que se den dos integraciones previas, una integración económica y una integración militar. En muchos casos, han sido integraciones forzadas, más basadas en la coacción que en el consenso. Esta lógica está en la formación de los estados modernos o en los procesos de unificación alemán, italiano, etc.
La OTAN es hoy un actor debilitado: basta con comparar las declaraciones de milhombres de los dos últimos secretarios generales, Stoltenberg y Rutte –las de este último hace sólo un mes–, y sus declaraciones de hace unos días, una vez Trump se ha desmarcado de la defensa europea.
Desde principios del siglo XXI, las democracias y el horizonte de los derechos humanos han retrocedido. Éste es otro péndulo. En términos generales, la ética juega un papel secundario en la política internacional de los imperios. Tras la buena voluntad moralista pero inoperante de la Sociedad de Naciones en el convulso período de entreguerras se fraguaron las Naciones Unidas. Sin embargo, en medio hubo la peor guerra que ha conocido la humanidad. Éste es el mundo que de repente se ha hecho viejo.
En términos prácticos, la situación actual de Ucrania impulsa a garantizar su seguridad y su soberanía, pero no su territorialidad. Algunos dirigentes europeos parecen no haber acabado de darse cuenta de la profundidad del cambio que se está produciendo. Por ejemplo, el llamado plan de paz presentado por Macron y otros líderes, que incluye la presencia de tropas occidentales en Ucrania, muestra una ingenuidad angelical que creo que nunca se le habría ocurrido plantear a De Gaulle ni siquiera en términos de negociación estratégica.
La UE ha quedado desnuda de golpe frente a sus propias limitaciones fácticas. Cuando el cómodo paraguas americano se cierra de repente, la UE ha quedado con cara de no tener nada previsto bajo las inclemencias de lluvias y vientos de los que no controla ni el pronóstico. Sin embargo, parece que están empezando a sonar nuevos acuerdos musicales, nuevas armonías iniciadas con la decisión alemana de permitir un endeudamiento por los gastos de defensa y de infraestructuras. Es la música de lo que podría ser la "Sinfonía por una nueva Europa" –otra vez una "sinfonía de un nuevo mundo"– que incentive que la UE se convierta a medio plazo en un actor en todos los ámbitos (políticos, económicos y militares), reforzándose internamente y estableciendo una verdadera política exterior autónoma a partir de los estados interesados (no de los 27).
En términos filosóficos, actualmente podemos decir que el mundo internacional está virando desde una cómoda pero ineficiente perspectiva kantiana a una perspectiva más realista hegeliana. Y esto tiene que ver con cómo pensamos la política. Pero esto mejor dejarlo por otro artículo.