22/07/2021
2 min

A propósito de un reportaje sobre contagios, el ARA nos mostraba una fotografía del público del festival Canet Rock de este año. Como ya han explicado propietarios de salas de fiestas u organizadores de conciertos, es difícil que alguien que ha bebido y está escuchando su música favorita a las dos de la mañana guarde la distancia y no se quite la mascarilla. Hay también un factor importantísimo, y es el llamada de la naturaleza. Si en un festival o una sala de fiestas, dos mamíferos se conocen y, una vez bajada la mascarilla, se gustan, ¿podrán renunciar al contacto que podría ocurrir? ¿“Adiós, ya nos llamaremos cuando pase todo esto”? Ligar no es tan fácil.

Mirando la fotografía que publicaba el ARA me pasó una cosa. Ver tanta gente junta ya no me pareció “normal”. Ver a aquella gente tan junta me resultaba tan obsceno como, por ejemplo, ver a una pareja fornicando. Era “pecado”, lo digo en el sentido más primigenio y neutro. Era obsceno. Y pensé en la educación. Qué fácil que es instaurar en el grupo los tabúes, los miedos, el pecado y la culpa. Si yo, hoy, me siento incómoda viendo la foto de un festival (cuando he asistido como público a docenas de conciertos), ¿qué pasa con los niños, que están todavía formándose? ¿Alguna vez volverán a estar en grupo sin pensar? Para ellos, ahora, ver la boca y la nariz de los desconocidos es más preciado que verles las mejillas del culo. Ver bocas y narices resulta una sorpresa. A la fuerza sus ideas, manías e incluso gustos sexuales se verán afectados por esta realidad. Yo misma diría que, en el futuro que imagino normal, nunca más podré ir en metro en hora punta en verano, encerrada, de pie junto a toda esa gente como yo, sin mascarilla. Nunca más podré entrar en Boadas por Sant Jordi, lleno como un huevo. Nunca más podré ir a un festival como había hecho, antes del virus, cuando todos éramos otros.

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