La pandemia no se ha ido pero nosotros hemos decidido despedirla. Hay visitas que se hacen eternas. Y pandemias que se hacen muy largas. La Semana Santa ya vuelve a dar el mismo miedo que otros años, con procesiones en las calles y en las carreteras. Quizás sí que en estos tiempos que corren lo mejor que podemos hacer es rezar. Pero, en general, si no contamos la ayuda que se le dio a Moisés para separar el mar Rojo y que mató a miles de egipcios, ha sido más efectivo ir avanzando que esperar que quien escucha nuestros ruegos modifique la historia. De hecho, la historia ha sido creada para pensar que rogando la gente se entiende. Pero tendemos a entendernos mejor cuando renegamos colectivamente. Estamos de acuerdo que esto del covid es una lata. Una pesadilla para las relaciones humanas y las exigencias económicas mundiales. Por eso, aunque el covid no se vaya, nosotros le decimos adiós. Nuestras oraciones han sido escuchadas. Adiós. Volvemos allí donde estábamos pero sin ser exactamente quien éramos y con el mundo todavía algo más tronado. Quien dijo que “Siempre puede ir todo peor” no pintaba sus cuadros con los colores del arcoíris. Y eso que, afortunadamente, la naturaleza todavía es lo bastante generosa como para deslumbrarnos con sus paletas infinitas. ¿Hasta cuándo? No se sabe. Quiero decir, nosotros no lo sabemos. Ella sí. Que por eso es sabia. No como la Semana Santa. Que no llega a Semana y todavía menos a Santa.
En Ucrania, en la guerra, protegen con fusiles a los bebés comprados a través de la detestable gestación subrogada (hay eufemismos más escalofriantes que otros) para que la compra llegue en condiciones perfectas, mientras, en el mismo escenario, las mujeres y las niñas son violadas por los ejércitos como en todas las guerras. Es tan repugnante y doloroso que las palabras se vuelven estériles. Cada vez hacemos una noticia de este horror como si fuera la primera guerra y la primera vez. Pero las tradiciones más execrables se perpetúan gracias a la violencia estructural que sitúa la maldad en el podio de la actividad humana. No solo en las guerras. Me sobrepasa. También saber que, desde el 2020, el ejército brasileño ha comprado 35.000 píldoras para combatir la disfunción eréctil masculina. Bolsonaro, el negacionista, confía en la Viagra para levantar al ejército mientras los hospitales brasileños no tienen suficientes medicamentos para la población. Bolsonaro, el populista, se preocupa por que a su ejército se le ponga dura, no fuera caso que las fuerzas armadas fueran capadas de masculinidad, pero votó en contra de un proyecto de ley para hacer frente a la pobreza menstrual (otro eufemismo para decir que las mujeres pobres sufren el doble por ser mujeres y por ser pobres). Después rectificó y finalmente se acabó aprobando una ley que clama al cielo que todavía se tenga que discutir. Sobre las necesidades del ejército se ve que no había que hacer ningún debate. Se ponen pastillitas azules en los presupuestos y las pagan las brasileñas y los brasileños. Yo no entiendo ni el ordem ni el progresso.
En la crisis global, al aumento de precios y al cinismo persistente de estafadores patriotas con muñecas abanderadas hay que sumar nuestras propias crisis personales. Una cosa es decidir que damos por cerrada la pandemia y la otra son sus consecuencias psicológicas, que permanecen abiertas como aquellas heridas que no quieres mirar porque dan repelús. Pero todavía cae, de vete a saber qué escuela de negocios, algún iluminado que considera que todas las crisis son una oportunidad, aunque una vaya detrás otra y quede poco techo para levantarse sin hacerse daño en la cabeza. Me pido una pastilla. Que no sea azul.