Pegasus, el Gran Hermano contra el independentismo

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Un hombre observa desde la distancia.

Por el humo se sabe dónde está el fuego. El refranero siempre tiene una manera sencilla para explicarnos las cosas en pocas palabras. Si el programa Pegasus solo lo pueden comprar organismos de un estado y los espiados son políticos, activistas, abogados y personas del entorno independentista, coincidiendo en momentos políticos o judiciales relevantes, no hay que hacer muchas conjeturas para saber qué estado hay detrás.

Desde la Moncloa se puede decir y se puede repetir que España es una democracia plena y que no se han espiado ilegalmente los teléfonos de los adversarios políticos, pero las evidencias demuestran todo lo contrario. A lo largo de la historia, el estado español ha demostrado ser un engranaje altamente entrenado en temas de represión, en formatos muy diferentes. Siempre que le ha convenido, no ha dudado en saltarse las reglas del estado de derecho para defenderse de las amenazas, y en la última década, con motivo del proceso independentista, podemos hacer de ello un listado inacabable. A menudo, estas prácticas han sido camufladas en forma de lawfare, dando la apariencia de legalidad a auténticos abusos y vulneraciones de derechos.

Con el Catalangate, el escándalo destapa que más de sesenta personas –sin contar las que no lo saben o que no lo han podido verificar– han visto vulnerados sus derechos fundamentales y han sido víctimas de delitos. La violación del derecho a la intimidad, la revelación de secreto de las comunicaciones, la vulneración del derecho de defensa cuando se espía a los abogados y la intromisión en los debates políticos de los adversarios son hechos muy graves que solo nos sabemos imaginar que ocurren en regímenes totalitarios. Pero esto ha pasado ahora y aquí y, como es habitual, los que más explicaciones tienen que dar hacen ver que la cosa no va con ellos.

Para atacar al independentismo catalán, el Estado ha confiado más en las cloacas y la guerra sucia que en la política. Hace menos de una década, la policía patriótica comandada por Mariano Rajoy y por el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz hizo de todo y más para embadurnar y degradar a los dirigentes independentistas. Se fabricaron fake news para provocar el inicio de actuaciones judiciales, se hicieron seguimientos y, obviamente, se hicieron escuchas telefónicas sin control. En el país de los Villarejos, la grabación de conversaciones privadas es moneda corriente; el tiempo nos demuestra que se ha grabado todo de todo el mundo y que la fonoteca de las cloacas está muy apretada.

Y los que formamos parte del Govern del 1 de Octubre sabemos muy bien qué quería decir sentirse vigilado, seguido por personas que al ser identificadas enseñaban una placa de los cuerpos de seguridad del Estado, ver cómo los drons sobrevolaban las dependencias donde había reuniones y, por supuesto, recibir continuamente mensajes al móvil con enlaces sospechosos, que no presagiaban nada de bueno. Yo mismo, en pocos meses de diferencia, tuve que sufrir la casualidad –porque seguro que fue casualidad– de ver cómo entraban a robar a mi despacho de la conselleria de Justicia, a mi domicilio familiar y al piso de Barcelona donde me alojaba cuando la agenda me impedía poder dormir en casa. No tendré nunca la certeza de ello, pero encontrárselo todo revuelto sin que se hubieran llevado objetos que podían tener algún valor hace pensar que los protagonistas de estos episodios tan seguidos no eran rateros comunes.

Ahora los que quieran hacer caricatura de ello dirán que pedir que el escándalo del Catalangate se investigue hasta el final es una pataleta y es victimismo. Los que digan esto deben de ser los mismos que consideran que llevar una falda corta es una provocación. Claro que se tiene que ir hasta el final y se tiene que hacer todo lo posible para que la justicia sea digna de este nombre e investigue a quienes son los responsables de ello. Ya sabemos que la sorpresa sería que esto pasara, pero por previsible que sea el desenlace no se puede dejar de reclamarlo a todas las instancias posibles, porque los hechos son gravísimos e intolerables. El Catalangate es un delito con todas las letras y se tiene que llegar hasta el final, y que caiga quien tenga que caer. Ni el presidente ni el gobierno español pueden hacer como quien oye llover ante el escándalo, por más que muchos medios de Madrid hayan hecho un apagón informativo sobre este tema.

La tecnología puede ser maravillosa y hacernos la vida muy fácil, pero también nos enseña que la sensación de libertad y de un mundo sin límites, donde lo tenemos casi todo al abasto, también puede ser el camino más corto para estar bajo el control de los que nos quieran espiar. Nada que no nos explicara George Orwell, en 1984, con el Gran Hermano.

Carles Mundó es abogado y 'exconseller' de Justicia
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