El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump.
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La perspectiva es deprimente. En noviembre, los estadounidenses tendrán que elegir entre un hombre de 78 años y otro a punto de cumplir 82. El más anciano, Joe Biden, muestra agujeros de memoria cada vez más graves y una relativa fragilidad física. Del menos anciano, Donald Trump, puede decirse (delitos y delirios al margen) que aún no ha superado la edad del pavo y afronta la senectud con pataletas de adolescente.

Aunque nunca se hayan enfrentado dos candidatos con tantos años, la edad en sí no es un problema para ejercer la presidencia. El francés François Mitterrand ocupó el Elíseo hasta los 78 años, carcomido por un cáncer y postrado en la cama al menos 20 horas diarias, y se mantuvo lúcido hasta el último día. Qué decir del dictador español Francisco Franco, muerto a los 82, que ustedes no sepan.

Cuando el hombre falla, el sistema aguanta. Ciñéndonos a Estados Unidos, ha habido presidentes relativamente jóvenes y casi completamente incapaces. George W. Bush, sin ir más lejos. Una vez entrevisté a Condoleezza Rice, por entonces consejera de Seguridad Nacional, en su oficina de la Casa Blanca. La conversación duró unos 30 minutos. En ese lapso de tiempo, Bush (que estaba al lado, en el Despacho Oval) llamó por teléfono cuatro veces.

Rice le respondía con un tono casi maternal. “Tranquilo, usted diga que no y yo me encargo de todo”, fue una de las frases de Rice. Mientras tanto, el vicepresidente Dick Cheney (oculto en un lugar secreto) y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, ejercían el auténtico poder y dirigían una guerra devastadora y estúpida en Irak. Bush fue reelegido. El sistema aguantó.

También aguantó el sistema con Ronald Reagan, un hombre que consultaba sus decisiones a una astróloga y hacia el final de su segundo mandato mostraba síntomas evidentes de Alzheimer. Reagan, sin embargo, no era tanto un presidente como un amuleto: en una época de decadencia, con inflación alta y economía estancada, con la derrota de Vietnam aún reciente y con rehenes estadounidenses secuestrados por los ayatolás iraníes, aquel hombre encarnó el optimismo. Y la victoria en la guerra fría. No importaron los muchísimos errores y los probables delitos (Irán-Contra): se convirtió en un tótem. El sistema, dirigido por el vicepresidente George Bush padre, funcionó mientras Reagan se echaba siestas.

En otro tiempo, la naturaleza se encargaba de las cosas. William Harrison tenía 68 años en 1841, cuando fue elegido presidente por mayoría abrumadora. 68 años eran bastantes a mediados del siglo XIX, y Harrison intentó demostrar su vigor pronunciando un discurso inaugural de dos horas a la intemperie bajo la lluvia. Contrajo una neumonía, fue tratado con los medicamentos más avanzados del momento (aceite de castor, opio y láudano) y murió, tras una presidencia de 21 días. Según la Constitución, el vicepresidente John Tyler heredaba los poderes presidenciales, pero no la presidencia. De todos modos, Tyler se autodeclaró presidente, juró el cargo en una habitación de hotel y corrió a ocupar la Casa Blanca. Y el sistema aguantó.

La cuestión, ahora, es si el sistema aguantará. Antes de dejar la Casa Blanca, hace poco más de tres años, Donald Trump patrocinó un asalto violento al Capitolio. Fue, sin duda, alta traición. Y probablemente terrorismo. A eso hay que añadir un largo historial de abusos sexuales y fraudes financieros. Pero el sistema no ha encontrado la forma de evitar su nueva candidatura. Entretanto, el Partido Republicano se ha convertido en una secta de trumpistas paranoicos, incapaces de distinguir la realidad de la fantasía. Como el propio Trump.

En cuanto a Joe Biden, su nominación y su elección como presidente demostraron que sólo ciñéndose al mínimo común denominador (Biden) podía mantenerse unido el Partido Demócrata. Biden sufrió hace tiempo dos aneurismas cerebrales, confunde épocas, nombres y países y muestra dificultades motrices. Pero es lo que hay. O Biden, o Trump. ¿Contra quién votará más gente? Hay conservadores hartos de Trump, cierto. Pero también hay un sector de la izquierda, más bien joven, desalentado por el apoyo incondicional de Biden a la matanza de palestinos por parte de Israel.

Hay quien sueña con una renuncia “in extremis” de Biden ante la convención demócrata y con la elección urgente de un nuevo candidato. Hay quien sueña con que los tribunales frenen el regreso de Trump. Ambas cosas resultan posibles, pero improbables. La perspectiva es deprimente.

Enric González es periodista
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