Europa
05/07/2024
4 min

Desde la primera vuelta de las legislativas francesas que no dejo de pensar en un tuit de Nassim Nicholas Taleb, un filósofo fascinante porque defiende la injuriadísima ética neoliberal con argumentos mucho más profundos que la mayoría de profetas de la cosa. Taleb decía: "Francia: la mutación insostenible e inevitable de un estado del bienestar industrial estándar en un estado del bienestar museo de bajo crecimiento y deuda elevada con una economía medieval centrada en bolsos, queso y vino".

El museo moderno, que, por cierto, nació en Francia después de que los revolucionarios cortaran la cabeza a los de arriba y decidieran conservar sus objetos en vez de destruirlos, sale del deseo de proteger la identidad de las cosas de la presión por ser útiles que les obligaría a adaptarse o desaparecer. Hay un concepto de Foucault muy útil para relacionarlo con la política: a diferencia de las utopías, que son los lugares donde todo es perfecto y, por tanto, ya no se necesitan revoluciones ni reformas de ningún tipo, los museos son heterotopías, "mundos dentro de otros mundos" que mantenemos al margen de las fuerzas políticas y tecnológicas del mainstream. Tradicionalmente, las ideologías políticas nos prometían que al final de la historia llegaríamos a una utopía más o menos universal. Pero hoy, en vez de aspirar a progresar en el tiempo, queremos congelarlo dentro de un espacio delimitado, que las cosas se queden como están dentro de determinadas fronteras. Crece el deseo de vivir en heterotopías fuera del caos global o, en otras palabras, el deseo de museizarnos.

La gracia es que es un deseo compartido por la izquierda y por la derecha. Hablando de Francia, Alain de Benoist, considerado el padre ideológico de la nueva derecha francesa que hoy encarna a Marine Le Pen, un autor que las editoriales trumpistas están traduciendo al inglés desde hace pocos años, escribía, en The ideology of sameness ('La ideología de la igualdad'): “Defino a la Derecha, por pura convención, como la actitud coherente de ver la diversidad del mundo y, por consecuencia, las desigualdades relativas que son un producto necesario de esta diversidad, como algo positivo; y la progresiva homogeneización del mundo, exaltada y efectuada por dos mil años de ideología igualitaria, como algo negativo”. En el marco mental de la célebre "lucha de civilizaciones", esta derecha quiere que el mundo se divida en parques naturales humanos cada uno con sus valores, tradiciones y colores de piel particulares. Vladimir Putin ha salido a pedir el voto por Le Pen para "poner fin a la dictadura de Washington y Bruselas", que representan a las fuerzas homogeneizadoras del progresismo cosmopolita.

De forma complementaria, la izquierda también quiere proteger ciertas identidades. La definición de Benoist es provocativa porque solemos asociar a la derecha a la defensa de identidades, ya la izquierda a la defensa de la diversidad. Sin embargo, para defender la diversidad, no tienes más remedio que definir ciertas identidades que quieres que sean defendidas. Mientras la derecha desea proteger las identidades tradicionales de Occidente del universalismo, la izquierda quiere proteger las identidades tradicionales del Sur de las fuerzas imperialistas y coloniales. Y, últimamente, la izquierda ha corregido mucho su programa de universalismo fluido poniendo el punto de mira en el gran tesoro de la política actual: "el barrio de toda la vida", que la derecha quiere defender de los inmigrantes pobres y izquierda quiere defender de los inmigrantes ricos.

¿Qué debemos hacer con estas curvas ambiguas de la identidad y la diversidad? La intención de Taleb con el tuit sobre el estado-museo es reírse de un cierto adormecimiento cultural. La idea es que las naciones emprendedoras no viven de valores estéticos como el turismo y los productos de lujo, sino de la productividad en los sectores industriales punteros que aportan valor añadido. Si la competitividad de un Brunch barre una bodega, o si una caja debe ceder a una multinacional bancaria, es ley de vida.

La alternativa a esta competición permanente, que es agotadora y desestabiliza porque produce una cantidad enorme de perdedores, es abrazar el deseo de convertirse en un museo hasta el final. No es casualidad que Francia sea un estado donde la gente puede retirarse pronto, y la idea de ser un jubilado francés disfrutando del vino, el queso y la oferta cultural pública del país es una buena candidata a utopía. Es cierto que, en algunos momentos del siglo XX, los sueños universalistas imaginaban que extendíamos este tipo de utopías como un manto en todo el mundo, y por eso hoy nos sabe mal abandonar el resto del planeta a su suerte, porque sabemos que muchos clamores de soberanía son excusas para imponer políticas autoritarias y sufrimiento en aras de diferencias culturales cínicamente construidas.

Pero una lectura mínimamente realista de la geopolítica actual hace muy difícil imaginar un resurgimiento del internacionalismo democrático, liberal y redistributivo en los próximos años. Parece claro que Occidente dejará de luchar por convertir el mundo en un museo socialdemócrata y se retirará a intentar hacer museo dentro de sus fronteras. Como sabemos, ni el viejo internacionalismo era tan honesto como parecía, ni tenemos ninguna garantía de que el aislamiento nos lleve a sitios mejores. Ahora bien, para acabar con una nota optimista, se me ocurre pensar en la Guerra Fría, durante la cual los arsenales nucleares sustituyeron una guerra abierta por una lucha entre modelos de organización social. Paradójicamente, la última vez que las democracias capitalistas liberales tuvieron que competir con potencias iliberales, redoblaron la productividad y los servicios sociales que ofrecían a sus ciudadanos y, al final, todo el mundo quería vivir en este estado del bienestar museo tan supuestamente improductivo .

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