Una de cada tres denuncias que recibe SOS Racismo por discriminación en derechos sociales tiene que ver con la vivienda. Conseguir un lugar mínimamente digno para vivir es hoy en día, en nuestra casa, el problema que crea más precariedad y desigualdad. Los jóvenes y los inmigrantes son los que más sufren la situación de unos precios desorbitados de alquiler: la mayoría, claro, ni se pueden plantear la compra. En medio de este panorama que hace años que dura, el factor racial es todavía un castigo añadido e injustificado. Los prejuicios continúan funcionando, de forma que una persona con un aspecto, un acento o un nombre connotados racialmente lo tiene mucho más complicado para acceder a una vivienda. Fácilmente, y sin miramientos, se le cierran todas las puertas. Da igual que pueda demostrar unos ingresos mínimos y una estabilidad familiar: los propietarios o directamente los agentes inmobiliarios se los sacan de encima, prefieren locatarios que respondan a unos clichés en que la apariencia resulta definitiva.
El resultado es que hay un amplio colectivo de personas que salen gravemente perjudicadas, sea cual sea su condición y su realidad social. No estamos hablando de casos puntuales o excepcionales, sino de una evidencia que se repite y de unas prácticas que dan vergüenza. Por desgracia, muchos de los afectados ya lo han normalizado y hacen lo que pueden. O no. Una minoría lo denuncia. El racismo inmobiliario es, pues, una penosa realidad muy esparcida en Catalunya. El hecho de ser una sociedad muy diversa, en la que convivimos personas de orígenes y lenguas de todas partes, no parece que se haya traducido en una tolerancia y acogida real. A la práctica, y sobre todo cuando hay dinero y vecindad por el medio, persiste una lamentable y bastante generalizada tendencia al rechazo a la diferencia.
Si esto por si solo ya es grave, resulta todavía más lacerante en estos momentos de crisis pandémica. Cuando las cosas van mal, cuando nadie se escapa de la incertidumbre económica y sanitaria, los miedos, por muy infundados que sean, se acentúan, y con ellos las fragilidades de los más vulnerables. El problema de la vivienda viene de lejos. Las dos crisis encadenadas (la que se inició en 2008 y el actual debido al covid-19) solo lo han acentuado. El descenso de la presión turística no ha conseguido hacer bajar de verdad los precios del alquiler. Sí que se ha empezado a notar levemente que la regulación de los precios del alquiler en las zonas con más presión ha aliviado un poco la situación, pero el problema general está muy lejos de solucionarse. Ahora mismo, por ejemplo, Barcelona es la segunda ciudad del Estado con los precios del alquiler más caros para los pisos compartidos, una salida precaria a la que se cogen muchos jóvenes o muchas personas vulnerables que no se pueden permitir una vivienda propia, y que en algunos casos sirve para trampear discriminaciones haciendo que el contrato vaya a nombre de alguien que no pueda ser racializado. El clasismo o aporofobia (odio a los pobres) son también motivos habituales de discriminación inmobiliaria. Queda mucho trabajo de concienciación, de denuncia y de sanción para romper con estas prácticas.