Música, religión, consumo

Del rock satánico a Rosalía

ROSALÍA - Berghain (Official Video) feat. Björk & Yves Tumor
05/11/2025
Escriptor i professor a la Universitat Ramon Llull
3 min

Hace medio siglo, hacia 1975, la música popular en lengua inglesa (es conveniente remarcarlo) vivió una explosión creativa y supuestamente transgresora que parecía desafiar al sistema. En realidad, ocurría justo lo contrario: el turbocapitalismo, en feliz expresión del profesor Gonçal Mayos, no pierde ninguna oportunidad para ganar terreno. Ávidos de sensaciones fuertes, los adolescentes de la época se integraron así en la Gran Rueda del Consumo, en este caso la de la industria discográfica, que entonces pasaba sin duda por su mejor momento. La estética satánica emergió como una forma de provocación banal, acompañada de acné y pelos bajo la nariz, a partir de grupos como Black Sabbath. La influencia de la película El exorcista (1973) y sus múltiples imitaciones más o menos chapuceras fue importante. La iconografía de aquellos grupos de rock –cruces invertidas, voces guturales, invocaciones demoníacas– no respondía a ninguna adhesión literal al satanismo, por supuesto. Por lo general, formaba parte de una estrategia para generar ruido, escandalizar a tías octogenarias y consolidar una identidad contracultural que, en realidad, era un simple target comercial. Sea como sea, los referentes eran religiosos. Pero con el paso del tiempo aquella estética perdió su poder pseudosubversivo. La cultura popular asimiló sus contenidos, convirtiéndolos en iconos paródicos y totalmente inofensivos (véase, por ejemplo, la película de animación de 2005 La novia cadáver, de Tim Burton, destinada a un público infantil). La cultura de masas es autofágica. Hoy, una camiseta con una cruz invertida o cosas por el estilo impresiona tanto como una corbata. Es decir, nada.

Una vez consumida aquella veta de carbón infernal, la espiritualidad posmoderna empezó a manifestarse con lenguajes bastante alejados de las grandes narrativas religiosas. Es en este escenario posmoderno donde artistas como Rosalía han recuperado la simbología católica no como provocación, sino como un vehículo expresivo que ya tanteó la astuta Madonna hace más de treinta años. He observado con atención, en varias ocasiones, el extraordinario videoclip de Berghain, que es el primer sencillo del disco Lux. En términos estéticos, es un producto impecable. Si digo que está cargado de referencias religiosas no descubriré nada nuevo, seguramente porque son demasiado obvias, demasiado claras, demasiado golosas. Forman parte del consumo fast food, y probablemente representan el reverso de la contemplación espiritual, que por definición requiere una mirada interior silenciosa, lenta y no a la fuerza placentera. Esto no es ninguna crítica a la cantante Rosalía, artista de trayectoria impecable, sino a quienes hacen una lectura –digamos– doctrinal de ese giro. La estética católica no se utiliza para escandalizar ni hacer mofa de nada ni de nadie, pero eso no significa que tenga un recorrido que vaya más allá de las reglas del juego del consumo musical. Si a corto o largo plazo esto puede acarrear cambios en la conducta espiritual de los jóvenes, no lo sé; dada la enorme popularidad a escala mundial de esta cantante, no es en absoluto descartable. A diferencia del rock satánico de los setenta, que rechazaba la religión como institución opresora, Rosalía se acerca al catolicismo pero lo hace desde una óptica descontextualizada y estetizante. No lleva adherido ningún compromiso y, sobre todo, no implica ningún cambio o transformación profunda. La tentación de pensar que todo ello deriva de una búsqueda de sentido en un mundo ultrafragmentado es grande, pero hay que ponerla entre paréntesis.

En su último libro –una lectura de la filósofa Simone Weil–, Byung-Chul Han recuerda que la digitalización nos ha habituado a tenerlo todo –que todo tenga que ser– "inmediatamente alcanzable, disponible, calculable y consumible". A diferencia de la atención profunda que reclama la búsqueda espiritual, la atención que fomenta la Gran Rueda del Consumo (incluida la musical) es a la fuerza fragmentaria y efímera, fungible. Estos dos tipos de atención no son simplemente distintos: en realidad son antagónicos. Si en los años setenta la provocación pasaba por invocar al demonio con una guitarra eléctrica al máximo de volumen, hoy puede pasar por vestirse de monja. En cualquier caso, la gran provocación, la provocación suprema que hace tambalear la rueda, es alejarse de todo lo que sea "inmediatamente alcanzable, disponible, calculable y consumible". Orar en silencio en una habitación a oscuras, y no contárselo a nadie, es quizás el acto más subversivo que se puede hacer hoy: atenta contra el propio nervio del sistema, que no es otro que el consumo.

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