Les hablaré de la esquina amable de la vida porque, como decía mi abuela, “cuando pasáis un buen rato, recojadla, que las malas lo suficiente que vienen solas”, consejo especialmente indicado estos días que miras el mundo y te dices que esto terminará mal.
El caso es que últimamente he pasado dos muy buenos ratos, gracias a un par de rusos, Shostakovich y Stravinski. Del primero se está representando Lady Macbeth de Mtsensk en el Liceu, y compartió con el segundo el programa de mano de la inauguración de la temporada del Palau de la Música. Me senté en las butacas con la intención de disfrutar de una música que nunca había oído y acabé aplaudiendo con las dos manos, como escribió un árbitro en el acta de un partido que acabó peor que La traviata.
Al igual que en las notas de cata de vino, no necesité saber mucho de música para sentir delicadas notas de Rusia, la de los zares y la soviética, el fuerte regusto en boca del siglo XX con sus rasgamientos brutales y los miedos y las esperanzas de la gente que son las mismas en todas partes, y un postgusto de música de nuestro tiempo bien evolucionada en las sabias manos de sus intérpretes.
Porque el trabajo de los cantantes y del director Josep Pons y la escenografía de Àlex Ollé en el Liceu proporcionó una experiencia audiovisual muy fuerte, y la sonoridad de la Filarmónica de Viena en el Palau, tremendamente exigida por las partituras y por la exacta autoridad del director Daniele Gatti, hace imposible olvidar ninguna de las dos representaciones. ¿No es éste el triunfo último del arte? Y fue un gozo experimentarlo aquí, como hace tantas décadas y, sin embargo, en esta nuestra, baqueteada, Barcelona.