Salvemos la nación

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Experimento en un laboratorio de fotónica con láser

En un período de un año los catalanes habremos vivido un ciclo electoral completo. Elecciones para elegir a los gobernantes locales, elecciones anticipadas en Cortes generales, elecciones al Parlamento de Cataluña y finalmente al Parlamento Europeo.

Habremos escuchado puñados de posicionamientos políticos hechos en clave electoral que deberían ser propositivos. Pero, lejos de encontrar posicionamientos claros, nos adentramos cada día más en la incertidumbre y la ambigüedad, y vemos que no se aborda la disección necesaria de la complejidad ni se evita la volatilidad del debate público –el gesto del presidente Sánchez, en ese sentido, nos invita a reflexionar.

Seguimos mostrándonos incapaces de aclararnos en temas globales o en el proceso de implantación de sistemas energéticos diferentes que acaben con la espiral destructiva de la acción humana extractiva. Pensamos que la no instalación de un parque eólico en una pequeña cordillera es un éxito, peor aún, una victoria.

El intenso debate vivido este último año, un período electoralmente completo y complejo, ha evidenciado que algunos confunden la igualdad con la homogeneidad, quizá por no aceptar que las desigualdades están creciendo. Y, así, se convierten en incapaces tanto de hacer propuestas serias sobre la gestión de la gran diversidad de catalanes que viven hoy en el Principado, como de dirigirse a las diversas formas que conviven hoy en el sentimiento de catalanidad. Cada formación habla para sus convencidos, para satisfacer una voracidad dialéctica y cree que la descalificación del adversario es su principal escudo. Pero sin políticas de reconocimiento de las diversas catalanidades, difícilmente conseguiremos el reconocimiento nacional que queremos para Cataluña.

Antes del llamado Proceso había un sentimiento que unía a la inmensa mayoría de catalanes. Cada uno se vinculaba a la nación como buenamente podía, pero sentía un orgullo colectivo por lo que nos hacía vanguardia pedagógica, cultural, tecnológica, social. Catalanohablantes y castellanohablantes defendíamos la lengua propia como un patrimonio legado por las generaciones resistentes para conservarlo y agrandarla. En un tiempo en que las mayorías parlamentarias eran más amplias, en las que las ideologías eran más claras y definidas, el arraigo en la tierra donde vivíamos y trabajábamos, donde veíamos crecer y madurar a los hijos, era la patria. Ahora, sin embargo, es hora de darnos cuenta de que el tiempo de grandes mayorías tardará en volver, y que la confluencia ideológica favorece a los que siempre han dicho que ni derechas ni izquierdas –porque eran de derechas.

En esta campaña que debe determinar la composición del Parlamento de Cataluña y el futuro gobierno de la Generalitat, tenemos la oportunidad de aceptar todos que Cataluña es hoy heredera de unos tiempos convulsos en los que buscábamos un estado inexistente y hemos ido perdiendo la nación. Si lo aceptáramos, quizá saldríamos de la ambigüedad en temas tan importantes como la escuela, la salud, la red social, la integración.

Catalunya es heredera de tiempos convulsos, de verdades absolutas –que significa dogmas–, de frases mágicas que si no las haces letanía no eres pura. Ya hemos vivido demasiado tiempo de buenos y malos catalanes. La mejor Catalunya, hoy, es la ciencia fotónica, la terapia celular que debería reactivar la respuesta antitumoral del glioblastoma, los campesinos que saben adaptarse a los nuevos requisitos ambientales, los artesanos que se afanan por salvar patrimonio desamparado. Y también lo son todos los ciudadanos que pagan las consecuencias de que nadie se atreva con una reforma de la función pública que mejore los servicios y permita convertir a los ayuntamientos en una ventanilla única y eficiente. Ésta mejor Cataluña está llena de talento agotado y mal pagado de muy diversas procedencias. Esta Cataluña ha aprendido a descartar caminos políticos que permiten disfrutar de paisajes espléndidos y escuchar clamores patrióticos, pero que terminan en riscales intransitables y desánimos colectivos letales. Esta Cataluña es europea, de una Europa que se piensa y se repiensa. Una Europa en la que las vidas resuenan bajo las bombas. Los europeos han ahorrado durante los años de pandemia, y ahora hay que garantizarles estabilidad para que inviertan en reavivar los polígonos industriales decadentes. Ponerse a la última energéticamente y digitalmente no es una moda, es una necesidad. El tiempo de las decisiones estratégicas pasa muy rápido y no conviene alargar las indecisiones durante muchas campañas electorales.

Los candidatos nos hablan de un mundo más pequeño, y desde un mundo pequeño. La geopolítica que condiciona los mercados de la energía y las comunicaciones está ausente de ese debate encendido, estéril y recriminatorio.

Necesitamos "convertir el viejo dolor en amor", como decía el poeta. Necesitamos que las angustias se conviertan en proyectos, que de las fobias nazcan ideas sólidas, que los resentimientos se conviertan en conocimientos (o respecto al conocimiento). Quizás entonces los catalanes desanimados recobrarán la esperanza de un futuro mejor. Esto es lo mínimo que podemos exigir a la política. Hay que mirar lejos para ser eficientes en cada paso.

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