La realidad se repite hasta el aburrimiento y ese aburrimiento puede ser disuasorio cuando de lo que se trata es de escribir sobre lo que no va, lo que es injusto, lo que es discriminatorio. Por eso necesitamos, mal que me pese, hacernos pesadas.
Llevo semanas pensando en qué tema sería el primero de mi vuelta a esta página, y después de darle muchas vueltas he decidido que escribiré sobre ellas, las mujeres que he visto en la playa, aunque ya lo he hecho tantas veces que quizá el lector fruncirá la nariz y pasará a otra cosa. La realidad es más persistente que las palabras que yo pueda utilizar para señalar lo que me parece una aberración. Pero asumo el riesgo de hacerme pesada porque entiendo que esa parcela privilegiada que puedo cultivar cada semana todavía puede ser de utilidad. Por eso quiero volver a escribir sobre las niñas, las chicas, mujeres jóvenes y mayores que encuentro cada verano junto al mar y que me rompen el corazón y cuya situación me provoca una indignación que no solo no se apacigua con los años sino que emerge cada vez con más rabia. A menudo se esconden en rincones alejados donde no las vean, como aquellas playas antes reservadas para los hombres o para las mujeres. Y como no basta con este cobijo, esta segregación de género (ellos nunca se esconden), se tapan de arriba abajo en plena ola de calor. Ya nos gustaría que fuera para prevenir los efectos nocivos de la radiación solar, pero si estas mujeres se bañan vestidas con capas de fibras sintéticas que deben de dar un calor horroroso no es por salud sino por un designio patriarcal. La negrura de su indumentaria, escandalosa entre cuerpos en bikini y bañador, junto a señoras mayores que hacen topless, grita un mensaje que todos podemos oír y entender aunque no conozcamos la lengua concreta en la que se fijó: que las mujeres, por el simple hacer de serlo, no podemos ir por el mundo sin taparnos, que en nuestros cuerpos hay inscrita una vergüenza, una tara primigenia que debe ser ocultada. Es ofensiva y un insulto, nuestra desnudez, aunque sea parcial. Y lo es porque denota una voluntad de exhibición destinada a excitar al macho. Aunque seamos niñas, aunque no hayamos pensado ni un momento en los hombres cuando nos zambullimos en el agua salada. Ellos, en bañador corto y el pecho descubierto, las acompañan a veces, a sus homólogas cubiertas por este tipo de preservativo gigante y opaco llamado burquini, ese engendramiento más espantoso que el corsé fruto de la alianza entre capitalismo y fundamentalismo (mis tías, en el mar, se bañaban con el viso que llevaban bajo la kandura).
No, no dejaré que la repetición de esta realidad, cada vez más extendida, también entre las subsaharianas que habían escapado del control textil de los fanáticos, me deje muda frente a lo que es una obscena y flagrante discriminación machista. Aunque sean cuatro moras, cuatro inmigrantes que no ocupan la agenda política de nadie (excepto de las feministas "de toda la vida"). No dejaré de escribir sobre la mancha del fundamentalismo que se va extendiendo por todas partes y va atrapándolas en la red de la renuncia a la libertad, presentada ahora como elección personal. No detendré el teclado aunque Sílvia Orriols se apropie de las denuncias que hacemos las feministas para legitimar su odio identitario y xenófobo. A mí me da igual la Catalunya pura con la que sueña la de Ripoll, yo la que quiero es mestiza, mezclada, respetuosa con los derechos humanos y beligerante con las injusticias y las discriminaciones. En la Catalunya que quiero las niñas disfrutan del agua fresca sin prisiones y las mujeres que llevan bikini o bañador no son consideradas indecentes ni malas musulmanas.