Mi último artículo en este diario contenía una referencia al diálogo en los términos siguientes: “Es España (la del PP y la del PSOE) la que no quiere una solución democrática para el conflicto”. Esta afirmación mereció la respuesta del escritor y crítico Víctor Amela: ¡“Que no! Que no es España, Toni: somos los catalanes. MIENTRAS no haya un acuerdo de 2/3 en el Parlament de Catalunya (entre catalanes, sobre lo importante) señalar con el dedo a España es trampa (populista) para hacerse el valiente”. Es una afirmación que merece comentario. Primero, porque coincide con la principal idea fuerza del PSC: la falta de diálogo intercatalán. Segundo, porque pone de relieve la principal dificultad que tenemos, en este país, para hablar de política: la ausencia de un terreno de juego compartido, de una premisa común sobre la que debatir.
Pero lo más importante es que este argumentario es profundamente falaz, y solo es necesario revisitar la historia reciente para demostrarlo. Cuando Amela reclama un acuerdo de 2/3 del Parlament catalán, ignora conscientemente que este consenso amplio se ha producido en dos ocasiones destacadas en los últimos tiempos. Primero, en la tramitación del Estatut d'Autonomia de 2006, que fue aprobado por el 88% de la cámara (120 diputados de 135). Como es consabido, esta mayoría incontestable no obstó para que el Congreso español triturara su contenido. Un texto de menor ambición fue aprobado en un triste referéndum con mayoría abstencionista, y aún después fue impugnado por los tribunales con un severísimo recorte. De tal manera que el texto que rige la vida de los catalanes es el único Estatut vigente no convalidado por el sufragio popular.
La segunda ocasión en la que se visualizó esta mayoría de 2/3 fue en 2014, cuando el Parlament aprobó pedir a Madrid la delegación de competencias para celebrar un referéndum de autodeterminación. Votaron a favor 87 diputados, y los 3 miembros de la CUP se abstuvieron considerando que “no hay que ir a Madrid a pedir permiso para hacer un referéndum”. 2/3 de la cámara a favor de la consulta. La respuesta, perfectamente consabida, fue un portazo a las narices en el Congreso de Diputados.
Las consecuencias de este ninguneo de la voluntad democrática de Catalunya han sido debatidas hasta la saciedad. Pero nunca más se podrá afirmar que el problema es interno, y no con España. Cuando oigo a Salvador Illa pidiendo diálogo interno, pienso: “¡Ojalá! Ojalá el conflicto sobre la situación política de Catalunya se pudiera resolver entre catalanes, sin la tutela ni las amenazas del Estado”. Estoy seguro de que si el Estado se comprometiera a respetar lo que se decida aquí, nos pondríamos de acuerdo en un plazo de meses. Haría falta, eso sí, visualizar la realidad. Un 52% de los catalanes han votado z los partidos independentistas, hay que incorporarlos a un consenso que ya no puede ser el de 1979. Hay que hablar, pues, de soberanía. Por otro lado, más o menos la mitad de los catalanes se sienten también españoles. La solución final, pues, tiene que evitar una fractura masiva. ¿Hablamos de la lengua? ¿Del déficit fiscal? ¿Del modelo de país? ¿Del modelo de relación con España y con la UE? Hablemos de todo, sin prejuicios, pero hagámoslo nosotros. El día que los catalanes que piensan como Víctor Amela confíen en sus propias fuerzas, y renuncien a la tutela y la escolta de un Estado que está dispuesto a lo que sea -lo que sea- para imponer el punto de vista de los suyos, sean o no mayoría (que no lo son), tendremos un terreno de juego común y podremos acercarnos a la solución. Mientras tanto, seguiremos señalando a España y a los que la utilizan como ariete contra la mayoría.