El presidente de EEUU, Donald Trump, durante un encuentro con su homólogo sudafricano, Cyril Ramaphosa.
23/05/2025
Director adjunto en el ARA
3 min

Empezó con el ataque a las Torres Gemelas y nos ha llevado al presidente de Estados Unidos más disruptivo y abyecto de la historia. En el siglo XXI, EEUU ha pasado de víctima del terrorismo global a avalista de los verdugos mundiales: de Netanyahu a Putin. No es que antes fueran, como gran potencia, unas hermanitas de la caridad. Pero revestían su intervencionismo con la retórica de la libertad. Ahora Trump simplemente enarbola la ley del más fuerte: todo es o debe ser tough. Es un líder gregario y antipoético, que hace de la banalidad y la zafiedad moral su marca. Mucha gente, mira por dónde, se siente identificada. El malismo le funciona.

Pero en este cuarto de siglo, hasta llegar al señoro del tupé y el exabrupto, en el mundo han pasado unas cuantas cosas más. Algunas son exactamente la otra cara de la moneda: por ejemplo, la irrupción de las mujeres liberadas y empoderadas. Es el siglo de un nuevo feminismo, el del Me Too en defensa propia; es el siglo de las mujeres escalando a la cima de la vida pública –como gobernantes, líderes sociales, empresarias, intelectuales, científicas...– y convirtiéndose, también, en ídolos deportivos de masas. Un nuevo paso adelante hacia la igualdad de sexos. Asimismo, estamos asistiendo a la hibridación de géneros, con identidades y placeres sexuales líquidos, una auténtica revolución de la intimidad.

Esta búsqueda de las personas hacia el interior responde, seguramente, a la falta de certezas en la vida pública. Nos hemos instalado en el desconcierto ideológico y ético, del que se aprovechan todos los Trumps. Después de dos siglos triangulando entre liberalismo, socialismo y nacionalismo, con fracasos sonoros –por no decir derivas criminales masivas– en los tres terrenos, no encontramos una nueva ruta, un camino de salida. El griterío se impone y las crisis se acumulan y exacerban.

En primer lugar, la crisis de la emergencia climática, cada vez vivida con más evidencias y angustia porque nos confronta con la supervivencia planetaria. En segundo lugar, la involución democrática occidental, con la mutación zombi de unos totalitarismos que ya creíamos superados: ahora se lleva la frivolidad autoritaria. La frivolidad del mal. En tercer lugar, la letal pandemia mundial del coronavirus, un descalabro sanitario que detuvo al mundo. Y en cuarto lugar, la desorientación educativa: si la educación ha sido la clave del progreso y la igualdad de oportunidades del siglo XX, un sistema educativo bajo sospecha –de nuevo toca citar a Trump– y sin equidad nos puede echar atrás y nos puede polarizar socialmente aún más.

Ante todo esto, no resulta extraño el triunfo de las ficciones distópicas en la literatura y el cine. Ni tampoco los fantasmas de una regresión en el marco de las creencias, que tanto en lo religioso como en lo ideológico están trayendo nuevos fanatismos excluyentes. Más dureza. Son la reacción, también, a una globalización económica desregulada que está dejando a la intemperie las clases medias de Occidente y que sacude, en una combinación de oportunidades y explotación, a las masas empobrecidas del sur global, donde el paternalismo hipócrita poscolonial se ha revelado inútil a la vez que en norte rico muestra su auténtica cara oscura con el cierre de fronteras a la inmigración. Y en Oriente, la China dictatorial ha emergido como nueva potencia global, con un extraordinario desarrollo planificado, mientras a su alrededor han despertado de nuevo el imperialismo ruso y el nacionalismo indio, dos potencias nucleares.

Todo esto pasa de la mano de la nueva revolución tecnológica de la comunicación, que nos ha abierto la mente y nos ha cambiado la vida. Con internet y los móviles, el trabajo, el ocio y las relaciones personales han cogido una nueva dimensión, llena a la vez de posibilidades y estrés. Nuestra vivencia del tiempo se ha acelerado, arrastrados en un frenesí sin cesar del que es difícil permanecer al margen. Y acaba de añadirse la inteligencia artificial (IA), otro salto adelante que apenas empezamos a experimentar. Con ella, el primer cuarto del siglo XXI toca a su fin. ¿Sabremos utilizarla para buscar horizontes de convivencia y para lidiar con las crisis materiales y de sentido? O nos ayudará a caer por la pendiente del seductor malismo?

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