Simplificar o desmantelar: cuando la UE convierte los derechos en burocracia
Bruselas habla de simplificación, pero lo que se está gestando es una transformación política de fondo. En nombre de la competitividad y la eficiencia, la Comisión Europea y varios Estados miembros promueven una revisión general de las normas que protegen derechos sociales, ambientales y digitales. Bajo un barniz técnico, se esconde una apuesta ideológica: presentar las garantías democráticas como un obstáculo para el crecimiento.
Uno de los principales ejemplos es el primer Paquete de Simplificación, que recorta drásticamente las obligaciones de diligencia debida y de información sobre sostenibilidad. Bajo el pretexto de aliviar la carga administrativa, exime a la mayoría de las empresas europeas de reportar su impacto ambiental y social, y permite que dejen de investigar abusos en sus cadenas de suministro. Lo que se presenta como “aligerar tramites” es en realidad un retroceso histórico en transparencia y responsabilidad corporativa.
El argumento es tan antiguo como falso. La llamada crisis de competitividad europea no tiene su origen en la existencia de leyes, sino en factores como la falta de inversión pública, la desindustrialización agravada por décadas de austeridad y desinversión pública, y la renuncia a políticas fiscales comunes. Mientras otros actores globales combinan innovación con gasto público masivo y planificación estratégica, la Unión Europea parece buscar su reactivación económica en el debilitamiento de su propio Estado de derecho.
En este contexto, las normas se han convertido en el chivo expiatorio perfecto. Alemania, por ejemplo, ha defendido suprimir las evaluaciones de impacto sobre derechos fundamentales en la aplicación del Reglamento de Inteligencia Artificial y limitar la aplicación del RGPD a las empresas consideradas de “bajo riesgo”. Bajo la promesa de reducir burocracia, estas propuestas erosionan el corazón mismo del modelo europeo: la idea de que el progreso debe estar sometido a límites éticos y jurídicos.
El lenguaje de la simplificación seduce porque promete claridad, pero lo que esconde es concentración de poder. Cuando se pide “eliminar duplicidades” o “agilizar procedimientos”, lo que suele buscarse es debilitar controles, desplazar responsabilidades y favorecer a quienes ya tienen los recursos para influir en las normas. Es una forma de recentralización neoliberal que confunde derechos con trámites, y la protección del interés general con una traba administrativa.
La sociedad civil observa con creciente preocupación esta deriva. Las organizaciones que defienden el medio ambiente, los derechos digitales o la justicia social se enfrentan a un entorno cada vez más hostil: presupuestos recortados, exclusión de los procesos de consulta y, en algunos países, campañas de descrédito y auténticas cazas de brujas. La paradoja es evidente: mientras se da voz preferente a los grupos empresariales, se acalla a quienes representan los intereses colectivos.
Simplificar no puede significar desmantelar. El verdadero problema europeo no es el exceso de regulación, sino la falta de aplicación, la desigualdad económica y la captura política por parte de quienes confunden competitividad con desregulación. Europa no recuperará su fuerza renunciando a sus principios fundacionales, sino reafirmando que los derechos no son un lujo administrativo, sino la condición misma de cualquier prosperidad duradera.