Sinceridad sobre los refugiados

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Dos mujeres en Polonia después de huir de la guerra en Ucrania.

La semana pasada, comprando un billete de tren en la estación de Sants, observé que una de las taquillas había sido habilitada para atender en exclusiva a ciudadanos ucranianos. Exhibía una pequeña bandera azul y amarilla y pude oír cómo una persona hacía de intermediario –en inglés– entre el operario y una desconcertada familia. Este dispositivo parece haber desaparecido, pero todas las administraciones siguen movilizadas para facilitar el desembarco de la diáspora ucraniana, con medidas excepcionales como la promesa de que todos sus componentes dispondrán inmediatamente de permiso de trabajo. Esta excepcionalidad, por otro lado, parece contar con un amplísimo apoyo popular, hasta el punto que no me consta ninguna manifestación de rechazo. Seguramente porque son conscientes de la popularidad de estas medidas, los dirigentes de Vox las han apoyado.

El entusiasmo gubernamental contrasta vivamente con el hecho de que justamente en este momento el gobierno español haya sellado su pacto –hasta ahora implícito– con Marruecos plegándose a sus deseos sobre el Sáhara Occidental a cambio de que continúe ejerciendo con celo su papel de guardián de la frontera española; o sea, que continúe vallando el paso a los potenciales inmigrantes africanos.

Se podría aducir que los ucranianos son refugiados de guerra y que, en cambio, los africanos –o al menos su inmensa mayoría– son inmigrantes económicos, y que los convenios internacionales obligan a acoger los primeros pero no los segundos.

Ahora bien, este argumento es falaz, porque la guerra en Siria provocó un éxodo similar al de Ucrania (de hecho, también en este caso millones de personas huían de los soldados rusos y de sus métodos brutales) y en aquel caso la reacción europea fue radicalmente diferente. Por simplificar, solo Suecia y Angela Merkel parecían dispuestos a acoger el alud humano, pero la cancillera tuvo que recular al constatar de que se enfrentaba a una amplísima contestación en la calle y en el Parlamento (en este, tanto por parte de la derecha como de la izquierda). Al final, el alud se paró contratando a Turquía para que hiciera el mismo papel que Marruecos y Libia ya estaban haciendo: retener a los migrantes y asegurarse de que no cruzaran la frontera con Europa.

Los hechos anteriores dan lugar a dos lecturas opuestas. El optimista pone de manifiesto que los europeos hemos ampliado nuestro radio de solidaridad –que se había limitado a los confines nacionales– para incluir a todos aquellos que podamos identificar como “europeos”, y que esta definición es lo bastante amplia como para incluir a los ciudadanos de un país que hace pocos meses apenas podíamos ubicar en el mapa. La lectura pesimista, por el contrario, denuncia que, por mucho que los europeos proclamemos que el fundamento de nuestra sociedad son los derechos humanos, a la hora de la verdad no estamos dispuestos a aplicarlos a toda la Humanidad, de forma que, en la práctica, tenemos refugiados de primera y refugiados de segunda.

Que los europeos y nuestros gobiernos estemos discriminando, ¿tiene que ser motivo de escándalo? ¿Nos tenemos que avergonzar? Probablemente, pero el principio de realidad obliga a constatar que los poderes públicos –tanto los democráticos como los autoritarios– se ven obligados a plegarse ante la opinión pública, y que para esta la discriminación está justificada.

Pese a la proclamada universalidad de los derechos humanos, también hay que aceptar que en este caso la opinión pública no es del todo incoherente. Todos aceptamos que los gobiernos regulen la inmigración midiendo la adaptación del migrante a la sociedad receptora; por ejemplo, constatando que conozca el idioma, la historia o sus normas legales básicas. Es inevitable concluir que, comparando los casos de Siria y Ucrania, la opinión pública detecta diferencias en la cultura de los migrantes que afectan a aspectos que consideramos básicos, como por ejemplo el papel de la mujer o la relación entre la religión y la ley. Instintivamente, rechaza inmigrantes de culturas donde la mujer tiene un papel subalterno y donde la ley tiene que estar supeditada a la religión.

La discriminación es especialmente incómoda para los partidos de izquierdas. Seguramente un dirigente del PP podría justificar con desparpajo la diferencia de trato entre sirios y ucranianos a base de referencias a raíces cristianas y al Imperio austrohúngaro; en cambio, el mismo Sánchez que pacta hoy con el rey del Marruecos cantará La Internacional en la próxima gran fiesta del PSOE.

En su recomendable Capital e ideología, Thomas Piketty sintetiza que toda ideología se basa “en una teoría del capital y una teoría de la frontera”: de qué es lo que tenemos y quiénes somos los que tenemos algún derecho. El gran problema ideológico de la izquierda contemporánea (la que tiene que convivir con la globalización) es que no tiene una teoría sincera sobre la frontera. Capital e ideología es una muestra de ello: lo que dice Piketty es poquísimo y no tiene ningún interés.

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