Históricamente, el poder fuerte del ejército, la economía y el comercio se ha vinculado y ha prevalecido sobre el poder blando de la hegemonía cultural. Se ha utilizado la fuerza como base y el convencimiento como medio y justificación para alargar su efecto en el tiempo. Para erigir una hegemonía internacional, una posición de dominio, el liderazgo económico cuenta, lógicamente, así como la supremacía militar. Son factores que, de hecho, suelen ir asociados. Disponer del ejército más grande y poderoso ayuda a poder marcar el paso de la economía no sólo en relación con la producción, sino también con el comercio y, especialmente, con las finanzas. La fuerza del capital, añadida a tener un ejército grande y preparado, suele ser fundamental para jugar un papel decisivo en la geopolítica mundial. Si el siglo XIX fue el siglo de Gran Bretaña –revolución industrial, colonialismo, control de los mares, las finanzas de la City...–, a partir de la Primera Guerra Mundial la centralidad del mundo se desplazó a Estados Unidos, que fueron sus auténticos ganadores –desmoronamiento británico, hegemonía industrial, centro financiero de Wall Street, Hollywood...–, un nuevo. Ciertamente, después de la Segunda Guerra Mundial aparecían nuevos actores globales como la URSS o China, pero a pesar de los bloques férreamente constituidos, el liderazgo americano resultaba incontrovertible. A pesar de algunas demostraciones militares, pero también fracasos, han sido hasta hace poco una serie de intangibles de carácter cultural los que han hecho que fuera un país seguido, copiado, admirado, respetado o reconocido.
Estos intangibles son lo que conforman el soft power que legitima y refuerza relaciones de dominio y también de dependencia. El predominio de su cultura cinematográfica, literaria, musical o deportiva ha servido para fijar las pautas culturales, valores, modas, usos y costumbres de muchas generaciones. Europa ha significado un contrapunto complementario alAmerican way of life, con consideraciones más sociales, integradoras y planteamientos culturales algo más sofisticados. Juntos, Estados Unidos y Europa han representado una "occidentalidad" admirada, copiada o bien lo referente a emular. El poder blando ha consistido también en sostener económicamente a instituciones internacionales, tener las mejores universidades, liderar el conocimiento científico o financiar los grandes programas de ayuda a la pobreza o practicar la solidaridad. Un líder está ahí cuando se le necesita. Las modas, corrientes de pensamientos e innovaciones se han hecho en EE.UU., nos guste más o menos la cultura americana a cada uno. Todo lo pop se ha fijado desde el mismo sitio, y gran parte de lo que pensamos, vemos o consumimos ha tenido que ver con su gran capacidad para el marketing y para fijar lo que había que hacer.
Con Donald Trump y más allá, Estados Unidos ha abandonado esta pretensión seductora de ganarnos por el convencimiento. El gran cambio es mostrar el ejercicio del poder de forma implacable, sin adornos. Era un país previsible, pero no lo es. Su sistema democrático está en proceso de desguace, y el resto del mundo, sumido en la perplejidad. Ya no predomina la actitud de persuasión, ahora se amenaza directamente con el uso de la fuerza, se exhibe el gran garrote así como una conducta imprevisible y más allá de cualquier norma. Y esto se hace con Europa y con todo el mundo. Las reglas, nos dicen, ahora son descarnadas, o han decaído. La primera potencia, para seguir siéndolo, nos muestra sus cartas acusándonos falsamente de haber vivido de ella. Convierte su falta de competitividad productiva en un agravio provocado por aquellos que son más productivos. En realidad, el déficit comercial es un defecto de quien lo sufre, y no culpa de los que mejor hacen el trabajo, pecado que ahora quiere hacer pagar en forma de aranceles.
Es curioso que el país que hace cincuenta años deslizó al mundo por la arriesgada pendiente del globalismo y el libre cambio absoluto, y que generó una redistribución internacional de la producción, ahora se refugie en medidas proteccionistas que en su momento todo el mundo tuvo que abandonar a la fuerza. La paradoja es que, en términos comerciales, hoy día el gran defensor del libre mercado y la economía competitiva es la China comunista. Todo ello evidencia una insalvable declinación de Estados Unidos, que se resiste a perder su papel hegemónico y quiere seguir siendo la única gran potencia. Guste o no, el mundo –y el ejemplo es China, pero también Rusia– camina rápidamente hacia una multilateralidad. El brutalismo en el ejercicio del poder por el que han apostado Estados Unidos no es sino síntoma de su debilidad. Éste ya no será su siglo. Ningún dominio ni hegemonía se mantiene en el tiempo si no descansa sobre valores culturales y morales. El uso de la fuerza tiene sus límites. La gran incógnita es ver la capacidad de emancipación que va a tener Europa, así como la posibilidad de mantener su modelo político, económico y social.