Superar la tecnofobia con las humanidades

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Un aula de la Universidad Autónoma de Barcelona en una imagen de archivo.

Ahora, frente a la nueva y radical revolución tecnológica que supone la llegada de la inteligencia artificial (IA), con todas sus potencialidades y amenazas, es el momento de reivindicar, repensar y reforzar más que nunca el papel de las humanidades y las ciencias sociales en los planes de estudios, en todos los niveles del sistema educativo y en la vida pública en general. Es decir, es la hora tanto de dar un empujón definitivo a la competencia oral, lectora y escrita desde los primeros niveles escolares, como de hacer posible un injerto generoso de la reflexión humanista en los estudios científicos y tecnológicos. Y a la inversa, claro: es la hora de formar en el rigor científico y tecnológico a los futuros humanistas y científicos sociales, ya los ciudadanos en general.

En esta línea, recuerdo la inauguración de la presidencia en la Universidad de Stanford de Marco Tessier-Lavigne, en octubre de 2016. A la hora de definir su programa de gobierno puso el énfasis en que si Stanford era una universidad especialmente reconocida en el campo de las ciencias experimentales, las tecnologías de la salud y de las ingenierías –pero capaz también de excelir en los campos humanísticos–, a partir de entonces, decía, debería ser capaz de integrar mejor unos estudios y otros. Y todo ello para dar respuestas social y éticamente responsables a los desafíos que habían provocado los progresos alcanzados en estas disciplinas tecnológicas. Y esto, dicho en una universidad en la que unos planes de estudios muy abiertos facilitan ya en buena parte estos tráficos.

Claro que se trataba de un presidente que podía defender la necesidad de este cruce de conocimientos con su propio ejemplo: un neurocientífico con estudios de física y fisiología pero también de filosofía en Oxford, y músico de afición. Y aunque no sé hasta dónde llegaron los resultados de su programa –dimitió en el 2023–, la receptividad propia de una universidad tan poco burocratizada y especialmente abierta a la innovación imagino que ha permitido avanzar en esa línea. En cambio, conociendo bien cómo funciona en nuestro país el proceso de elaboración de planes de estudios universitarios y las tan cerradas lógicas corporativas, me cuesta imaginar el éxito de una imbricación de conocimientos como la sugerida. Pero sí: se trataría de conseguir, pongamos por caso, que los ingenieros pudieran estudiar ciencia política, que los sociólogos tuvieran nociones de psicobiología; que la antropología fuera accesible a los futuros médicos... Y en definitiva, que todo el mundo pudiera asistir a seminarios de filosofía, que todo el mundo supiera qué es la inteligencia artificial generativa y, si no fuera pedir demasiado, que se reconociera el mérito de una buena formación artística.

No se trata de querer que unos conocimientos hagan de gendarmes de otros o que sirvan de antídoto para evitar excesos, sino que se vitalicen entre ellos. Las habilidades orales, la competencia lectora y la escritura deberían acompañar el pensamiento científico. Haría falta que el rigor científico pusiera sensatez a los desvaríos ideológicos de las ciencias sociales. La sensibilidad artística debería asegurar las aptitudes creativas aportando una mirada disruptiva. Habría que, en definitiva, que el pensamiento crítico orientara, empujara y hiciera reflexionar sobre las responsabilidades del desarrollo tecnológico. Y esto, tanto en los campos de especialización profesional como en la propia conciencia personal y ciudadana, desde los niveles más elementales hasta los más avanzados.

¿Con qué objetivo? Brevemente, destacaría cinco. En primer lugar, una buena base humanista, científica y tecnológica debería servir para superar los miedos tecnofóbicos que ahora mismo se están extendiendo por todas partes. En segundo lugar, esta formación transversal es imprescindible para asumir con coraje los riesgos propios de unos tiempos de cambios tan acelerados. Terceramente, es urgente que seamos capaces de salir de este pesimismo tan extendido, especialmente acentuado en los entornos más acomodados. Un pesimismo que con apariencia de conciencia crítica, paradójicamente, provoca y justifica todo tipo de comportamientos reactivos y conservadores.

En cuarto lugar, creo que una buena imbricación entre conocimientos humanísticos, científicos y tecnológicos debería servir para rehacer la confianza en la razón y en la capacidad de la ciencia y la técnica para encarar positivamente nuestros desafíos sociales y ambientales actuales. Y, finalmente, sumar tecnología y humanidades debería ayudarnos a aprender a convivir con la incertidumbre propia de unos tiempos en los que el futuro es tan y tan abierto que los horizontes quedan inevitablemente desdibujados.

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