Episodios de regreso de vacaciones. Son las ocho de la mañana y dos chicos y yo nos disponemos a empezar la jornada laboral. Mientras entro en el periódico, veo cómo se despiden y se marchan en direcciones diferentes, ambos empujando un carro de súper. Altos, fuertes, sanos. Forman parte del numeroso contingente de subsaharianos que, en todo momento y en todas partes, rondan por las calles de este país, a ver qué encuentran. Con la cantidad de mano de obra que hace falta, ¿cómo es posible que todo lo que puedan encontrar jóvenes con ganas de tener una vida mejor sea el carro de la chatarra o el top manta? ¿Qué falla aquí? ¿Por qué no se encuentran la oferta y la demanda? ¿Es culpa de la burocracia de los papeles, de la inutilidad de los circuitos de información, de la tentación perezosa de todos de hacer ver que estos chicos son invisibles?
Urgencia médica. Un familiar ingresa inesperadamente en uno de los hospitales de primer nivel de ese país y en menos de 24 horas es diagnosticado con precisión y pasado por el quirófano. La cirugía ha sido impecable y el trato de todo el personal ha sido empático y eficiente, tanto para él como para quienes esperan al otro lado del mostrador de recepción. Eso sí, no le han podido dar una habitación a planta porque no hay ninguna disponible, por lo que se ha pasado cuatro días entre cortinas y biombos, y con una hora de visita para dos personas en una silla de plástico. No pasa nada: lo que era más importante, la cosa por la que medio mundo suspira por venir a vivir aquí, ha ido muy bien. Pero nos quedamos cortos. En demasiados aspectos de nuestra vida colectiva, el país se queda corto.