"Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba."
— Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego (1937)
Donald Trump no es solo una anomalía estadounidense. Es el síntoma de un mal profundo: la crisis de las democracias liberales frente a la fascinación global por el liderazgo fuerte. Putin y Xi son variantes de ello y Trump, la versión espectáculo. Juntos están reformulando las reglas del mundo: imposición en vez de negociación, fuerza en vez de derecho. Más negocios y menos filosofía.
Cuando Donald Trump bajó por las escaleras mecánicas doradas de la Trump Tower en el 2015, su discurso resentido y xenófobo era el de un magnate televisivo. No era un chiste: era un aviso. A lo largo de su primer mandato, ejerció el poder no como un servidor de la Constitución, sino como una extensión de su ego. Su modelo no son Lincoln ni Roosevelt, sino figuras como Orbán, Putin y Bolsonaro: hombres que desprecian las reglas del juego, utilizan la democracia para llegar al poder y, una vez llegan, intentan desmenuzarla desde dentro. "I alone can fix it", dijo en el 2016. No era una promesa. Era una amenaza.
Trump no quiso ser presidente por segunda vez para gobernar, sino para dominar y para vengarse de las élites que nunca le han reconocido la autoritas. El resultado es que las instituciones estadounidenses cada vez tienen más grietas.
El populismo autoritario no necesita ejércitos, al menos de entrada. Solo necesita una narrativa simplificada –el pueblo contra la élite corrupta– y un líder investido como única voz legítima. Hoy sabemos que esto no es estilo, sino una estrategia autoritaria, y que en el segundo mandato los principios democráticos están en peligro. No se trata solo de política interna, sino también del desprecio de la diplomacia y del papel de unos Estados Unidos replegados, pero a la vez chulescos.
Como decía Hannah Arendt, "el poder auténtico empieza donde termina la violencia". E Isaiah Berlin recordaba que "la civilización es la distancia entre el deseo y la acción". Trump ha eliminado esa distancia. Ha confundido la democracia con un espectáculo y la ley con la fuerza.
Pero este modelo no es exclusivo suyo. Forma parte de un nuevo orden mundial de poder autoritario que orbita alrededor de tres polos que Trump reconoce dignos de repartirse zonas de influencia: sus Estados Unidos, la Rusia de Putin y la China de Xi Jinping. Tres estilos y tres grados de degradación democrática, pero la misma esencia: el desprecio por la deliberación, el derecho y los límites institucionales.
Putin, heredero del KGB y nostálgico del Imperio Ruso, ha convertido el poder en una máquina de guerra. Xi, por su parte, lidera un autoritarismo digital y controlado, donde la obediencia se monitoriza en tiempo real y la disensión se disuelve con eficacia burocrática y violenta. Trump los admira no por ideología, sino por el ejercicio del poder sin esos molestos intermediarios en los que se han convertido los tribunales, las universidades, la prensa... Quisiera la impunidad de Putin y el control de Xi, con los regalos y quizás también los derechos de las mujeres de los regímenes del Golfo.
Si Trump es imprevisible y adictivo como un programa de reality, Putin es la rigidez calculada de un régimen que quiere disciplinar. Pero el vínculo entre los dos no solo es de admiración: es estructural. Ambos ven la verdad como un obstáculo. Ambos utilizan la mentira para dominar. Y ambos entienden el poder como una prolongación del yo.
Xi Jinping, por su parte, tiene una sofisticada arquitectura de control algorítmico, represión selectiva y hegemonía narrativa. Xi no seduce a las masas: las integra en un sistema de vigilancia, de silencios forzados y de aparente consenso. Trump admira sus resultados —el control, la sumisión, el orden—, pero le falta la paciencia, la historia y el aparato de partido único. A diferencia de Xi, Trump no quiere construir un imperio: quiere destruir las instituciones que lo frustran de cumplir el deseo inmediato.
La diferencia fundamental es, tal vez, esta: Trump quiere ser adulado, Putin temido y Xi obedecido. Pero los tres comparten la convicción de que el poder no se comparte, se retiene.
Su influencia ha desfigurado las relaciones internacionales y el lenguaje de la diplomacia. Ahora se impone una nueva gramática: la fuerza por encima del derecho, la imposición en vez del diálogo.
La degradación de la diplomacia internacional es uno de los resultados más oscuros de la era Trump y de la deriva bélica de Putin. La política exterior se ha convertido demasiado a menudo en un campo de batalla simbólico e interno, abandonando el consenso básico sobre la defensa de los derechos humanos, el multilateralismo y la paz. No se escapa España, donde la virulencia política no ha dejado ningún sector por dañar. La ruptura de todos los puentes entre PSOE y PP impide una acción exterior cohesionada y con visión de Estado. Todo vale en tiempos de destrucción.